El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 46

Novela por entregas
— Víctor me cogía mejor —, se incorpora y lo mira con una sonrisa solamente adivinable . Él le da la espalada y apoya ambas manos en la mesa , mirándolas . Se acerca a la cama y le pega en la cara . Ana gime de dolor y sus piernas comienzan a moverse más rápido . Se lleva una mano al sexo , adelantando uno o dos dedos . Otro golpe le sacude un costado y la hace llorar . Suelta el peso del cuerpo sobre la parte alta de la espalda para levantar la cintura , apoyando las plantas de los pies . La mano se adentró más , haciéndose minuciosa y enérgica .
— No te creo . No te creo que hayas matado a la puta esa —. Y cuando vio reflejarse la luz de la luna en la hoja fina del cuchillo , el mundo desapareció detrás de una estocada de puro placer .
Capítulo xxiii 1967
Juan Manuel Cerro confesó tres asesinatos . La declaración no duró más de una hora : tenía poco para decir . En un pueblo de la provincia de Córdoba narró , pobremente , matar una prostituta ahorcándola . Luego contó cómo le aplasto la cabeza a la señora Estela Cinzas de Berni con una mesita . De Ana Rosa Pacheco no dijo nada , sólo se limito a gruñir silenciosamente a las preguntas que el comisario le hacía con exagerado rencor . Cuando le preguntaron el porqué , se limitó a decir , con una mirada desafiante , « porque tengo huevos ». Llevaba una camisa azul gris , gastada , abierta hasta el comienzo del pecho y miraba hacia abajo . Cada tanto , sin ímpetu alguno , con una distraída curiosidad , sus ojos medían al detective Barla que fumaba sentado en un rincón , entreteniéndose con un hilo salido de su media gris . Luego lo llevaron a su celda donde pasó una noche tranquila , usual . El pueblo repitió , como siempre , su rutina de grillos celosos y estrellas distantes . Barla se emborrachó con vino y reafirmo esa condición , con la madrugada encima , solo y con ginebra , en la última noche de su cuarto temporal . Soñó cómo a una prima olvidada de la infancia se le acomodaba , rebelde y solitario , un mechón de cabello detrás de la oreja .
A las siete de la mañana él y otro policía metían al asesino ya confeso en el auto negro y sucio . Salieron del pueblo por la calle principal y las señoras miraban las ventanillas con incontrolable fascinación , mientras barrían las veredas ya limpias . Barla condujo pisando de más el acelerador , con ansiedad , hacia el norte . A poco más de medio camino pincharon una goma que los dos policías cambiaron con calma y calor . Alrededor los campos exponían sus árboles lejanos y sus verdes pujantes . Nadie dijo una palabra en lo que duró el viaje . Acaso estuviesen muy ocupados , como todos , sintiendo como se van gastando cosas sin nombre en las manos vacías o en los pensamientos inútiles . Adelante , haciéndose cada vez más grande , la ciudad parecía un lugar donde desaparecer .
Capítulo xxiv 1967
Ana Rosa Pacheco fue , para muchos hombres , una tierna ilusión . Su belleza era esquiva : se escondía en sí misma con distracciones creadas con ese mismo propósito . La seducción innata que despedía se movía en ese terreno que media entre la percepción del mundo y el placer que éste es capaz de proveer . Y lo hacía con exquisita consciencia y una oscura e insinuante inocencia . Creció con su hermana más grande y su madre en una casa pequeña en el mismo pueblo donde murió . Algunos veranos , las tres iban a visitar parientes confusos en otros pueblos olvidados , donde los ladrillos parecían vivir para siempre reforzados con los musgos frescos de lo que ya es viejo . Siempre la humedad , en su piel , en las paredes , en las lágrimas que dos o tres veces por semana dejaba ir sin demasiado drama . Con los años se acostumbró a ese , su carácter melancólico ; le gustaban las noches grandes en que el cielo se abre en procesión de quietud . También el silencio , pero , en plena contradicción , le temía , con horror desesperante , a la soledad . Desde la adolescencia , detrás de los ojos grandes marcados por la codicia de los hombres , frente al espejo , podía ver otra Ana Rosa y ese reflejo culpaba a esa misma belleza de la soledad , de las largas tardes en cuartos pequeños con la radio encendida y el corazón pisoteado por angustias cercanas e inexplicables . Cuando se subía a su bici gris y , en esa hora cuando la luz ya no es luz sino graduaciones del misterio , daba vueltas por las calles con expresión cabizbaja y los cabellos que en raya al medio le cubrían , en dos mechones negros y concisos , los ojos desconfiados de fiera tranquila , sabía crecer la envidia y el deseo del cual era objeto . En ese momento una mueca mínima aparecía en las comisuras de los labios breves , una sonrisa que se parecía a la que surgía cuando daba vuelta su cuerpo y con un esfuerzo retorcido podía ver su cabello largo casi tocar su cintura , con un orgullo que no le pertenecía sino en calidad de ejemplar de especie . También le gustaba el café , un poco frío y esas tardes de pocas nubes en que el silencio da a entender cómo es posible la existencia de la música . Tenía 29 años y estaba en pleno orgasmo hiriente cuando un cuchillo entró en su garganta , profundo y quizás deseado . La sangre ocupó el piso de baldosas y las sabanas blancas con lentitud . Afuera eran la luna y la noche ; adentro , el placer , la humedad , lo efímero . Y acaso , el fin de una soledad
Fin
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