El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 27
parecen gritarle algo a ella. Rueda de la fortuna: se siente el
track track de la madera hasta que se detiene en el casillero
sin premio. «No importa, igual te ganaste un chupetín por
participar». Premio consuelo. Cupido: tiro al blanco. Una
nena tensa el arco, dispara y la flecha se clava en el corazón
de telgopor. Una bolsa de caramelos recompensa el amor.
Tumbalatas. Latas de arvejas, de choclos, de salsa de toma-
tes agrios. «Pensá en algo que te dé rabia y tirá la pelota».
La rabia siempre tiene cara infantil. El recorrido termina
con La pesca del día. Hay un tacho lleno de agua. Los peces
de goma eva flotan agonizando en la superficie. Aimeé ve a
su hijo más pequeño haciendo la fila para jugar. Le llega el
turno. Le pasan la caña. Tiene que embocar el anzuelo en
alguno de los diminutos ojos calados de los peces. El tacho
es más alto que él. No alcanza a verlos. Se para en puntas
de pie. Ciego, tira con toda su energía el hilo transparente
hacia atrás, luego hacia adelante. El anzuelo plástico se mete
en el agua. Entonces hace un movimiento seco hacia arriba.
Nada. Se enfurece. No quiere soltar la caña. Un hombre
le pide que deje jugar a los otros chicos. No quiere. «Los
peces nos salvan», dice siempre su padre. Él quiere sal-
varse de algo, como cualquiera. Intenta nuevamente. Nada.
Entonces deja la caña en el piso y avanza con pasos largos
hacia el tacho. Se agarra del borde. Se trepa. Dobla la cabeza
hacia el agua.
—Bajate. Te damos el premio igual.
—Yo no quiero el premio. Quiero el pez.
que están en oferta… un pimiento… y cuatro bananas.
—¿Va a hacer salsa con este calor?
—Dicen que mañana refresca.
—Ojalá. ¿Algo más?
—A ver, sumame.
—Noventa y ocho.
—Listo. Me quedan dos pesos. ¿Me das un poquito de
menta? Se me secó la que tenía en el patio, ¿podés creer?
—A veces pasa. Sale cinco, el atadito. Te anoto los tres
que faltan. Me los traés cuando puedas. Por tres pesos…
—Sí, por tres pesos…
Regresan a casa. Otra vez hay que prender las hornallas,
poner el mantel, servir el alimento, lavar los platos y respirar
todo el aire que se pueda para pensar en el desayuno del
día siguiente. «Queda leche para mañana, para pasado no.
Si no hubiera tocado el melón… Bueno, por una vez que
tomen té no se van a morir».
—¿Ya se enfrió el melón, mamá?, dice uno de los niños
—Sí, pero lo dejamos para mañana.
—¡Dale!, una tajada finita para cada uno.
—Sí, está bien.
Los mira, ahí están las cuatro sonrisas de cáscara de
melón. La belleza visual del día. Al rato, otra vez a mojar
las toallas y estrujarlas para tratar de respirar. Una, dos,
tres, cuatro veces los puños se cierran sobre las telas y las
retuercen con una fuerza que sólo ella sabe de dónde viene.
Después los arropa con esa humedad, lleva el ventilador al
dormitorio, lo enciende para ellos, los besa y se queda un
rato parada frente al viento.
Ahora está en la cocina buscando aire en la ventana. Hay
cuatro mochilas colgadas en cuatro sillas. Tres están vacías,
del bolsillo de una se asoman unas antiparras. Recuerda
que tiene que descolgar las otras toallas y guardarlas en
ellas para la mañana siguiente. Sale al patio. Las toallas tie-
nen formas de ponchos con capuchas. Por la tarde las ten-
dieron ellos. Pusieron un broche encima de cada capucha,
para sujetarlas a la soga. Se impresiona, parecen ahorcadi-
tos. Espanta la imagen con un sacudón de cabeza y se acerca
al limonero que les da frutos durante las cuatro estaciones.
Arranca dos y vuelve a la mesada. Elije una cuchilla, le mira
el filo, corta los limones con ganas, los exprime, el jugo cae
en el fondo de una jarra, le agrega agua, menta y hielo. Lo
revuelve con una cuchara de madera. Con la misma fuerza
con la que estranguló las toallas. La música que hace la
madera contra el vidrio despierta a una de las criaturas.
Siente cómo da vueltas en la cama. Enseguida distingue
que otra hace los mismos movimientos. Quiere respirar
hondo. El aire se le estanca en la garganta. Pone azúcar en
un plato, moja el borde de un vaso y lo pasa por los granos
dulces. Se regala ese detalle. Ocupa el lugar de Antonio
en la mesa. Llena el vaso. Bebe un trago largo, una hoja de
menta se le pega en el paladar y se le escapan los ojos otra
vez por la ventana. Cuando regresan al vaso, encuentran
una mosquita de la fruta, preciosa, pequeña, ahogándose
en el refresco. Amaga salvarla. Se frena en seco. Y siente un
placer impronunciable
Se aferra con una mano y con la otra intenta atrapar
alguno. El niño está hipnotizado ante los peces de men-
tira. La madre no reacciona. Le dicen que lo baje, que se
haga cargo, que a ellos no les corresponde, que prefieren no
tocarlo. «Se va a caer con tacho y todo», grita el hombre
del megáfono. La madre permanece en la vereda. Se queda
un rato más mirando el cuerpo descabezado del hijo. Parpa-
dea varias veces y corre hacia él.
Regresan a casa. Una a una, van bañándose las criaturas.
Después ella. Hay que ir a comprar frutas y verduras. En la
lata queda un billete de cien pesos. Faltan dos días para que
regrese Antonio y cinco para que ella cobre su quincena.
Hay fideos, arroz y lentejas, piensa. Lo estira y están salva-
dos. No quiere pedir adelanto. No quiere pedir fiado. Sale
de casa con un nene en cada mano. Los dos mayores se que-
dan mirando una película. Que se llenen de algo hermoso,
piensa, mientras les acaricia las cabezas a modo de saludo.
En la verdulería no puede resistir la tentación. Busca el
momento en el que los ojos de las verduleras anden lejos,
elige un melón, aprieta el punto duro, se lo lleva a la nariz y
siente un tirón en el ombligo.
—No se pueden tocar, Aimeé. Ya sabe… se pudren.
—Disculpame, es que es tan lindo…
—Discúlpeme usted pero lo va tener que llevar esta vez.
—¿Cuánto cuesta?
—Veinticinco pesos. Es rocío de miel ese.
—Bueno, lo llevo… Y dame dos atados de acelga… dos
cebollas…— va sumando mentalmente— no, dame una
nomás… un kilo de tomates maduritos, para salsa, de esos
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