El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 24

MENT Por Maru Sartori Ilustra Jota A imeé está en ropa interior en la cocina, chupando pastillas de menta, esas triangulares recubiertas de azúcar que venden en cualquier kiosco o en cualquier almacén. El último recurso para refrescarse en el borde de la media- noche. El último intento del día por sentir adentro suyo alguna pequeñez salvaje. De pronto, se sobresalta. Corre hacia el cuarto de los niños. Los cuatro duermen, envuel- tos en toallas mojadas. El sonido metálico del ventilador se confunde con el ruido de sus miedos. Se acerca a la cara brillante de cada criatura para corroborar que exhalen la hebra de aliento que les haya quedado después de varios días con cuarenta grados de sensación térmica y un único ventilador para toda la casa. Son cuatro soplos que pare- cen decir el infierno. Habría que dormir porque a la mañana, bien temprano, empezarán a chillar por leche y pan y porque no se puede ir al trabajo así de agobiada. Pero no es tan fácil en medio de esa espesura. En la radio suena el himno nacional, a ella se le convierte en arena el grito sagrado. Por fortuna, ense- guida la emisora le regala una voz intensa como una cás- cara de durazno a punto de dejarse caer del árbol. «Zarcillo de arena/ contame la pena/ tu pena de arena/ no vale la pena». ¿A quién le contaría que no le pasa nada a lo que la gente llame «algo» y que esa nada es su arena?, ¿con qué palabras confesaría la vergüenza por una pena sin valor y sin nombre? En puntas de pie se acerca al baño. Se lava la cara. El per- fume sencillo del jabón le genera un placer inmenso. Amaga dirigirse a su habitación pero vuelve sobre sus pasos, atra- viesa la cocina y sale al patio. Pisa el césped buscando otra frescura. Se recuesta en la reposera de lona rayada blanca y amarilla. El amarillo ya casi no se distingue. Los pies se complacen frotando el pasto. Los arbustos y los frutos per- manecen inmóviles. El mundo entero parece detenido. Ella no. Piensa en su Antonio, allá, en medio del río, haciendo volar los anzuelos, luchando ferozmente contra la fortaleza y la agilidad de los dorados, ganándoles, matándolos a pala- zos para matarle el hambre a las cuatro criaturas después de la veda de pesca y para juntar con ella las cuotas atrasa- das del alquiler. Lo piensa hachando árboles para hacer un fuego que bendiga la bravura o apurando un vino que sepa ahuyentar los gualichos de la noche. A la noche misma le pide ella que se lo cuide a su Antonio y que regrese pronto y sano para salir en el furgón por acá a vender los dorados y después estarse en casa con ellos. 22