El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 21
tarnos. Esta vez no se iba. Estaba quieta frente a nosotros
dejando a la vista la blancura de nuestros cuerpos y la deses-
peración por taparlos.
Vestite y bajate, me dijo. Y conocí el miedo. Del otro
lado del vidrio un hombre me hablaba detrás de un arma.
En un segundo repasé el mito urbano de la pareja que fue
sorprendida por ladrones arriba del auto, mito según el
cual los delincuentes violaron a la chica para dejarlos a pata
después. Los dedos que alguna vez se movieron del ner-
viosismo ahora apenas podían agarrar la llave. De frente al
auto, la luz que primero fue blanca empezó a volverse azul
y les vi los uniformes. El pulso bajó la intensidad, un poco.
Eran tres policías, dos hombres y una mujer.
Bajé con la remera puesta al revés, una sola zapatilla y
el pantalón desprendido. Le pregunté al oficial qué pasaba,
con una voz de distraído que nadie creyó. Me explicó que
era un delito exhibirse y le dije que habíamos ido hasta
ahí para que no nos viera nadie. Me dijo que si me seguía
haciendo el vivo me iba a salir más caro. Yo no entendí. Se
arrimó más y nos explicó que este tipo de inconvenientes
no necesitan resolverse en la comisaría, que con un buen
gesto –«buen gesto», dijo– podíamos olvidarnos de todo.
Yo asentía mirando el arma y pensando en la sequía de mi
billetera. Volví al auto y busqué las monedas del cenicero,
que no sumaban tres pesos. Le pedí plata a ella, aniquilando
la hombría que nunca había existido, y me puteó al tiempo
de reiterarme que había dejado su cartera en el trabajo.
Aposté, entonces, por la humanidad del agente. Lo miré
a los ojos y le pedí clemencia. Que éramos jóvenes y nos
habíamos equivocado. Que pensaríamos en lo que había-
mos hecho y que no volvería a ocurrir. Me preguntó si
pensaba que era cura y ambos reímos, pero él rió más y a
la carcajada se sumó la de los otros dos canas. Habló con
ellos y volvió. Me dijo que esta vez nos dejaban ir, pero que
no quería vernos nunca más por la zona. Le juré como cua-
tro veces que no y volví al auto. Parecía que se retiraban,
pero volvió a golpear otra vez la ventanilla. «Mostrame los
documentos, así veo que son mayores de edad». Le alcancé
el mío. 18 años. Un niño confundido que deseaba tener
cerca a sus padres o al menos la billetera de ellos para zafar
del problema. Comentó algo que no escuché y pidió el de
la señorita. Estaba en la cartera, en su oficina. Le dije que
la mirara, que viera que naturalmente era mayor de edad,
que se notaba. Respondió que si no podíamos compro-
barlo lo íbamos a tener que acompañar. De pronto, el coi-
mero recordaba las esquirlas de la legalidad. Tomó nota de
la patente, sacó un par de fotos al preservativo usado que
había tirado por la ventana –la evidencia– y nos ordenó que
lo siguiéramos.
Llegamos a la comisaría. Era un edificio viejo, de paredes
amarillas que combinaban el óxido de la humedad con una
promesa de remodelación que nunca había arrancado. Un
cartel en la entrada anunciaba una obra que, según la fecha
de finalización, debía haber terminado hacía más de seis
meses. En el anuncio, una imagen mentía sobre el resultado
de la restauración, en la que milicos contentos exhibían
supertrajes, apoyados sobre batimóviles policiales con una
comisaría aeroespacial de fondo. También se leían palabras
sobre la seguridad y la convivencia. El cartel estaba atado
con alambres a un ventanal de persianas vencidas, por las
que alguna vez había entrado luz.
Del otro lado de esas ventana