El Corán y el Termotanque | Sexto número Año 2, número 6 | Page 10

El almuerzo comenzó con la mayonesa de ave y siguió con el pollo a la parrilla y la ensalada, repetidos hasta que los comensales empezaron a rechazar a los mozos, entre risas y comentarios acerca de las cinchas de los caballos. Como el año había sido bueno, sirvieron de postre una cassata pétrea: una cuña amarilla, rosada y marrón. A la hora de la siesta empezó el baile. Sobre la tarima de madera el grupo Los Belmonte tocaba pasodobles y cum- bias. Un chico raspaba un güiro mientras las hermanas y los padres tocaban y cantaban «Santa Marta Santa Marta tiene tren/ Santa Marta tiene tren/ pero no tiene tranvía». Cuando Rafael vio que sus padres habían salido a la pista, llamó a los tres chicos y les propuso una expedición al campo. Sabían que se perderían la ruleta, el tumbalatas, el palo enjabonado y el juego que más les gustaba: la suelta de un cuis dentro de un círculo de casilleros numerados, en el piso de tierra, que bajo el griterío de los jugadores duda y amaga hasta que entra en uno y define al ganador. —Vamos ahora, que están meta bailar. Enfrente del club, cruzando la calle, había un zanjón, una especie de vereda de tierra y un alambrado. Detrás, dos palmeras altísimas con nidos de palomas. Allí se había despejado un rectángulo bastante grande y dos muchachos estaban instalando las ruedas de fuegos artificiales que se encenderían en el crepúsculo. Más atrás, el esqueleto oxi- dado de un tractor primitivo y el horizonte verde. Caminaron una cuadra y cruzaron la vía. Siguieron hacia el oeste por la avenida de tierra, escuchando cómo se apa- gaba a sus espaldas la música del baile. Se alejaron, el campo estaba desierto. El canto de los pájaros reverberaba en la tarde y el viento traía cada tanto el chirrido intermitente de un molino. Media hora después llegaron frente a la casa de Vicentín. Tuvieron que colgarse del alambrado para dis- tinguirla entre eucaliptos gigantes, en la oscuridad, como si la noche hubiera llegado antes allí adentro. Estaba cerrada y no se escuchaba ningún ruido. La madre les había pro- hibido acercarse porque decía que Vicentín le tiraba con la escopeta a todo el que se asomara. Andrés saltó el alam- brado antes de que pudieran darse cuenta, y caminó diez metros hacia el interior de la propiedad. Un perro negro, enorme, salió ladrando desde atrás de la casa y Andrés se quedó quieto, como paralizado, hasta que el perro empezó a saltar y a mover la cola a su alrededor. Le tocó la cabeza y lo palmeó en el lomo. El perro se puso panza al suelo y cruzó las patas. —Se cagaron todos, eh —, dijo Andrés al salir, son- riendo nervioso y tratando de disimular el miedo que toda- vía tenía. Cien metros más adelante, por el mismo camino de tie- rra, llegaron a la casa de Aquiles. Entraron por un pasillito del costado y desembocaron en el primer patio, donde había una parra enorme y un galpón de ladrillos y chapa donde se guardaban las herramientas y el forraje para los animales. Pasando una puerta de tejido, se veía el terreno enorme de tierra pelada, las higueras, la morera, el cañaveral. Más allá, la huerta y un tinglado abierto donde se acumulaban todas las cosas que Aquiles iba juntando y de las cuales no podía desprenderse: esqueletos de sillas, mesas, ménsulas, ruedas de bicicleta, cuadros de motos, rollos de alambrado y de metal desplegado. Una especie de museo del óxido. Al fondo del terreno, lindando con el campo, había un gallinero enorme, cerrado con tejido romboidal y con un paraíso en el medio. Las gallinas ya se habían acomodado para pasar la noche pero Leonardo propuso juntar huevos. Entraron con dos canastas que estaban colgadas del techo y empezaron a sacar las gallinas de sus nidos. Muchas se resis- tían y tuvieron que moverlas con un palo. Rafael notó que esos huevos estaban muy calientes. No entendía por qué. Una gallina gigante, rojiza, los enfrentó a picotazos. Andrés quiso pegarle una patada pero lo agarraron entre dos. Se asustaron un poco y salieron del gallinero con los pocos huevos que habían logrado juntar. Fueron hasta el alambrado del fondo y entraron en el campo. A lo lejos se veía una hilera de árboles, un molino de agua y un chalet. —Dice mi papá que allá se escondía el ingeniero que hacía llover—, dijo Rafael. —¿Por qué se escondía?—, preguntó Daniel. —Porque lo había mandado Perón y los gorilas lo que- rían cagar a tiros—, contestó Leonardo, que se sabía de memoria la historia repetida en las sobremesas familiares. Se dieron cuenta de que faltaba Andrés. Lo llamaron. Nada. Volvieron a entrar al patio. Cuando buscaban las canastas, lo vieron salir del galpón con una escopeta abierta. Mientras caminaba puso un cartucho rojo y la cerró con un golpe seco. Levantó la cabeza y los miró a los ojos. —Arrodíllense, putos. —Andrés, dejate de joder—, dijo Leonardo. Rafael no dijo nada. Temblaba. —Guardá esa escopeta que el tío Aquiles nos va a matar—, dijo Daniel. —Yo los voy a matar si no se arrodillan—, siguió Andrés—. Y cierren los ojos. Se arrodillaron. Dos horneros cantaron su contrapunto cortando el aire anaranjado del atardecer. —Cierren los ojos—, repitió Andrés, mientras amarti- llaba con los dientes apretados. Obedecieron y se quedaron escuchando el silencio. El 8