El Corán y el Termotanque | Segundo número | Page 5
El Corán y el Termotanque
cosa esté bastante turbia, no invente paradas, que su conducta
se reduzca a aceptar aquellas que están determinadas de antemano. Se da naturalmente por descontado que, en caso de tratarse de una chica, con cintura esbelta o no, de rasgos finos o
latina salvaje, de busto prominente o de cola llamativa, en fin:
de una fémina que capte la atención, usted está en la plenitud
de su derecho de inventar paradas. Es decir, vea donde otros
no ven. Invente, juegue con el espacio».
El viejo reincide y alcanza su cometido. El chofer le dice lo
de siempre: que pare un poco, que si quiere, se lo envuelve para
regalo y demás. Esa onda negativa que se propaga por el aire,
encuentra en el colectivo uno de sus enclaves más eficaces a la
hora de extender el dominio de la mala vibra.
Volvamos a nuestro personaje, el estudiante: trata de eludir el contacto de los cuerpos, pero falla en el intento. Una
señora venida en kilos lo invita a encadenarse fortuitamente
en el camino. «Sientesé, por favor». «No te hagas problema
querido, ya me bajo». Por si acaso: Heriberto se sienta. Y eso
es un gran paso, una decisión, como se dice, de carácter. Puede
hacerse el dormido o el que lee, como estrategia de desviación
de la mirada de aquel conocido insoportable, que busca atraer
su costado simpático. Cada tanto mira para ver si hay alguien
que amerite la puesta en funcionamiento del Sacrificio Mayor
de pararse a expensas de que otro viaje confortablemente. ¿No
hay ninguna vieja? Listo, se pregunta y contesta. A su vez, se
expone a un choque no menor. Los empleados, hombres ellos,
que viajan, valija en mano y bulto disponible, ilimitado, candente. Tenerlos cerca en zona sinuosa conlleva necesariamente
sentirlos cerca.
El vaivén de su zona más caliente, erógena, reproductora,
posesiva, determinante, hace que Heriberto los contemple
con dedicada ofuscación, pero con tradicional resignación. Y
llega el turno de descender. Todo viento en popa. Unos minutos más tarde, para ratificar su condición contraconvencional
e irreverente ante lo instituido, a las estructuras dadas que hay
que romper, a las que sus padres, desatentos a la necesidad del
mundo contemporáneo y sumidos en su hipócrita indiferencia, se encargaron de adaptar y concederles el mando de sus
vidas. Pero con Heriberto, no.
Llega al umbral de la mítica Facultad. Por razones ajenas a
la organización, la escuela a la que pertenece no será expuesta,
asumirá un carácter absolutamente confidencial. Poco a poco,
se van sucediendo en el desfile del pasillo los personajes que
configuran el mundo universitario; muchos hablan de lo
mismo, pero a la hora de llevar a la materialización la teoría
que los mueve, divergen en los mecanismos. Ahí viene la chica
que vende café, la otra que me invita a la fiesta para recaudar
fondos para el encuentro nacional de…, la que junta firmas
para exigirle al rector que cuide más de su jardín, el que viene
a rogar por la organización.
Y ahí llega el momento cumbre. Se encuentra con ella. Se
llama Paz y si algo de lo que carece es de ella misma. A diferencia de Heriberto, que cruzó toda una provincia, que se alejó
de su pago, y todo lo que ello invita a pensar, Paz es local. Sus
destinos se unen. En las peñas o en los boliches, en la fotocopiadora del Centro o en el kiosco de la vuelta. Ella, ante todo,
sufre de un mal: algo a lo que los especialistas han convenido
en designar «histeria por la insuficiencia de material», casi
considerado epidemia por quienes se han encargado de abordar el tema con estricta rigurosidad, y guardando celoso respeto por esta problemática que tiene a maltraer a más de uno.
Retomando lo del caso particular de histeria, el asunto es
bastante intrincado de resolver, pero no menos sencillo de desentrañar o explicar. Resulta que, ante cualquier libro o fotocopia, la susodicha entra en estado de confusión y, consiguientemente, de inseguridad. Siente que tiene menos material del
que correspondería, que los otros llegan mejor que ella, que, en
definitiva, se pierde de algo. En este caso, Heriberto, ni lerdo
ni perezoso, se regocija en socorrerla y devolverla a su sosiego,
a la seguridad en sí misma. Y, ya que estamos, le propone, inocentemente, una explicación de la bibliografía obligatoria,
ampliatoria, de la innecesaria, de la que no se recomienda, de
los libros que no salieron y de los que se quemaron.
La cuestión es capitalizar esa falta de fe y hacerle sentir que
él será el garante de la repatriación de la confianza. Lo dice
una, dos, varias veces. No encuentra respuesta afirmativa en su
interlocutora. Tanto va el cántaro… y ella finalmente accede.
Se podría decir que en el baile sus cuerpos se conectaron ape5