El Corán y el Termotanque | Segundo número | Page 4
La vida académica ofrece alternativas que muchas veces
se pasan por alto, pero bien pueden servir como un excelente material para literatura. Éste es uno de esos casos…
PEQUEÑAS DELICIAS
DE LA VIDA ESTUDIANTIL
Por Agustín Stojacovich
Ilustraciones: Lucas Collosa
n la mesa de luz descansan los recuadros. Y sus correspondientes fotos. De un baile,
una fiesta de cumpleaños y el viaje de egresados,
entre otros tantos recuerdos. Aunque, a decir
verdad, la del glorioso quinto en medio de la
nieve (cuya selecta lista de integrantes debe ser
individualizada con una referencia de por medio, ya que entre
tanto traje de nieve, gafas o gorros, se vuelve ardua tarea distinguir a alguno de la masa) yace justo detrás del velador; lo recubre, ya por efecto óptico –para irrumpir desde la oscuridad
con mayor fuerza –, ya por comodidad evasora, para disimular
el manto de tierra, que es un canto a la desidia y al desgano.
Cigarrillos en el suelo. Porque una historia sin cigarrillos o sin
sexo se vacía de contenido, pierde su elemento clave. El celular
suena y suena. Dos, cuatro, ocho minutos más. Heriberto se
incorpora; entreabre los ojos y percibe la incipiente vellosidad
que le quita belleza nasal; hay que afeitarse, no queda otra. No
hay motivos para despojarse de esos filtros poco amigables a la
vista pero incondicionalmente fieles al mantenimiento de un
estado saludable. Se rasca los ojos. Se desintegra la lagaña que
le obturaba la vista. Se ama, en algún punto. Sin embargo, no
lo suficiente como para entablar un vínculo tan estrecho con
el desecho de sus ojos cansinos, desvanecidos en sopor. La desecha y la deja caer al suelo. Total, (alguien) más tarde barrerá.
No cree en Dios, pero cuando conviene, se deja cierto margen
para la duda.
La boca pastosa se confunde con la amalgama de bebidas
ingeridas –y devueltas, en parte, al mundo exterior – que se
entremezclan para conformar un aliento espeso, incómodo,
hediondo. Se mira al espejo, se reconoce. Ya está listo para
salir al mundo. Actúa en consecuencia. Prende la computadora que, tranquilamente, puede ser considerada mundo. Abre
la casilla de mails. Siete virus, un mail de una tía lejana y una
invitación del Centro de Estudiantes al que ya no frecuenta
ni le simpatiza. En el Facebook puede haber algo más interesante. A tantos les gusta esto, este comentó lo otro. Antes
de salir la noche anterior, le había comentado una foto a una
muchachita que lo tenía bastante hipnotizado. La chica se
despachó con un: «Jaja, dale». Fiero, muy fiero. A su vez, la
tía lejana, aquella de los mails, había dejado estampado en el
espacio virtual, a través de sus huellas dactilares que suavizan
y calientan los teclados más hoscos: «Qué lindos están, ¡cada
vez más grandes! Saludos a la familia». «Un beso para vos»,
como para no faltar a la costumbre.
De la Facultad de Letras lo separan varios minutos, algunas
cuadras y muchas miradas esquivas por eludir. El colectivo,
como siempre, rebosante. No cabe ni un alfiler. Una señora
marca la tarjeta; un ruido le devuelve el fatídico signo de que
su tarjeta está agotada. El chofer entra en calor y le explica, con
sencillo y desenvuelto semblante pedagógico, que no intente
más, ya que no logrará violar el sistema de pago. Que pida a un
conocido o que, bueno, pase. En la parte trasera, un sexagenario se apresta a bajar. Del lado de la ventana, hay que tomar
más precauciones. Al segundo llamado, el jovencito que está
ensimismado, de la mano de su música pesada, advierte que
debe ceder el paso. Lo que no advierte es que le sería conveniente pararse, para posibilitar que el descendiente se pueda
desenvolver en el espacio con mayor facilidad.
Se inclina apenas hacia la izquierda, dejando un reducto
mínimo para que el hombre se abra paso. «Los pibes de
hoy…», musita el viejo. Y el pibe asiente. Esto es lo lindo del
mundo de los signos: cualquiera podría pensar que el joven
se percató de su error y que reconoce la carencia de valores
predominante en el hombre medio. O, a su vez, podría pensar que le dice «Sí, sí», observándolo con cierta suficiencia
y desdén. Sin embargo, en contraposición con las corrientes
tendenciales ordinarias, el muchacho pone en movimiento su
cabeza de norte a sur y viceversa, sólo por ir al compás de la
música que le atraviesa el cuerpo y lo desborda, lo domina, lo
subyuga y lo atrae.
El viejo, con boina y diario bajo el brazo más una cartera
de mano que se deja entrever, toca el timbre. Es un momento
que al menos suscita cierto peligro. Tras un intento no reconocido, no desfallece. El chofer lo mira por el espejo retrovisor
con evidente fastidio. En aquella parada, no para. Si vamos a
la letra chica del estatuto de paradas para servicios interurbanos o urbanos, tranquilamente podríamos pensar en una
cláusula como la siguiente: «A menos que sea de noche y la
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