El Corán y el Termotanque | Segundo número | Page 10
Las milicias emplumadas
nunca podrá rebelarse al inmenso poder de las inteligencias
del hombre, capaces de doblegar y supeditar a sus voluntades
aun lo que parece inconmovible», afirmaba sentenciosamente
nuestro apresurado escritor). Las gallinas, luego de un intenso
entrenamiento, habían sorteado las trabas biológicas y modificaron la estructura de sus productos.
No es necesario destacar que en aquella sociedad se habían
extinguido las gallinas reproductoras, habiéndose dedicado
todas a la producción de huevos comestibles. Esto era, evidentemente, un tope para su desarrollo, ya que la muerte de
la última gallina ponedora significaba que la comunidad se
quedaba sin medio de subsistencia. Sin embargo, los teóricos
y especialistas argüían que tal problema no emergería tempranamente y, en todo caso, siempre intervendrían factores
externos que recompondrían la situación o, en todo caso, se
le pedirían a algún vecino bondadoso algunas gallinas para
reactivar el ciclo. La certidumbre de tales afirmaciones podía
ser cuestionable, pero no así su verosimilitud: casi todos confiaban en ella y se volcaban al ejercicio avícola. En los relatos
(siempre variables según el espesor etílico) de Melaño, había
algunos productores que se habían rebelado al mandato avícola e intentaron desarrollar la industria de las carnes, viéndose rotundamente fracasado su afán por la indiferencia del
mercado, órgano compuesto por cinco granjeros que se encargaban de comprar la mercadería y repartirla entre los habi-
tantes. Melaño relata que el desplante que el mercado hiciera
sobre los productores cárnicos se debió a una inquina personal
entre uno de los principales referentes del movimiento rebelde
y uno de los socios granjeros que controlaban el mercado. Sin
embargo, estas referencias son francamente incomprobables
(casi tanto como toda esta historia).
Continuaba sus relatos, el bueno de Melaño, contando que
en aquel pueblo los gallos no poseían crestas –tan ridículo atavío – sino que habían sido remplazadas por gorros militares,
mucho más acordes y complementarios a la rigurosidad y la
pulcritud disciplinar de la comunidad. Los gallos de más alto
rango –nos dice Melaño – eran solemnemente respetados por
el resto a tal punto, que los subordinados que infringían alguna
normativa podían ser ejecutados por sus pares mediante un
furioso ataque colectivo, siguiendo la orden de un superior o,
en todo caso, eran notoriamente segregados, de modo que el
granjero de turno lo notara y generosamente pasara a degüello
al sublevado. Esos dramáticos y frustrados pollos rebeldes eran
los comestibles. De cualquier forma, existieron casos de infortunio, en los que pollos disciplinados y obedientes eran encontrados circunstancialmente en soledad y hechos a la parrilla.
Recuerda el memorioso Melaño que hubo una larga lista de
denuncias de miembros de la comunidad que provocaban
emboscadas o instigaban la desobediencia en los pollos para
conseguir motivos y ultimarlos y llevarlos a la mesa. También
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