El Corán y el Termotanque | Quinto número Año 2, número 5 | Page 16

Por Eva Wendel Ilustra Pablo Colaso C amino por una calle oscura. No hay un alma por la zona. No sé hacia dónde voy ni por qué decido seguir caminando con el frío que hace a estas horas. Discuto con mi mente porque me somete a seguir buscando historias. Me digo, o le digo –a veces no sé si tiene existencia propia– que contemple otros métodos creativos, porque un día de estos nos vamos a quedar sin imaginación e incluso sin memoria, cuando de una helada quedemos duros. Las calles que elijo son cada vez más tenebrosas; ahora la luz de una calle, tenue, amarillenta, se enciende y se apaga, parece jugar con el viento, me atrapa. Me quedo más de lo previsto admirando el vaivén y la sintonía que producen en la unidad; la ilusión rápidamente desaparece cuando advierto, detrás de mí, unos pasos que me distraen. Son cor- tos y rápidos; y mientras sucede todo con velocidad, siento la voz de un niño quejarse. Me quedo helado. Retrocedo silencioso. Calculo todos los movimientos para no acabar con el suspenso que yo mismo estaba ima- ginando, producto del miedo que me produjeron esas pisa- das y la voz del niño. Ahora estoy a mitad de cuadra, donde una cortada parece terminar en un paredón altísimo. Me escondo detrás de una columna de proporciones amplias. Veo a un hombre robusto. Está de espaldas. ¿Está suje- tando a un niño? Soy bastante miope. Pero, ¿qué hacen tan tarde, ahí? El niño parece querer decir algo pero no le salen las palabras. Me dispongo a moverme hacia el lado derecho de la columna, veo mejor con el ojo izquierdo, cerrando el derecho y focalizando en la imagen que me detengo a observar. No alcanzo a descubrir el enigma. Parece un juego, porque el hombre robusto le dice algunas palabras al oído que no escucho desde acá; pero qué extraño, ahora alcanzo a ver, después de haberse movido el robusto, que el nene no puede hablar porque el otro lo tiene sujetado de la boca. Y ahora lo está tironeando de los pelos, y ahora le está metiendo su manota en la bragueta, ahora le está bajando los pantaloncitos. Ese nene no puede tener más de seis o siete años, yo tengo un sobrino de esa edad y conozco de estaturas. ¡Pero por favor, ahora lo está violando! Y yo qué hago relatando como un estúpido este hecho como si fuese lo único rescatable que conseguí relatar en el día. No sé qué hacer. Salir de este lugar me aterra; por otro lado, no puedo dejar de sufrir por el niño, pero no estoy en condiciones de enfrentarme a la bestia esa. Incluso, detesto decir esto, siento lástima por él. No tengo un celular a mano para lla- mar a la policía y si me muevo, el orangután ese se me va a venir encima. Me va a liquidar en menos de un segundo. Dios, estoy paralizado. Y sin embargo, tengo una espina acá en el pecho que me hace seguir sintiendo pena por ese enfermo. Pasó… ¿cuánto tiempo pasó? Veo que el niño dejó de resistirse; imagino que quizás ahora lo suelte y él pueda correr a casa; pero el gordo desagradable parece agigan- tarse, y ahora grita como una bestia inmunda. El nene tiene la cabeza caída, su cuerpecito está flácido como una gela- tina. La bestia saca la mano de su boca y ya no atina a gritar. ¿Qué está pasando? La miopía es una de las peores cosas que algunos adquieren por herencia y otros forjan en la infancia, como yo, que a los seis años opté por dejar de ver y literalmente me quedé ciego; cuando retomé la práctica real, volví a ver, pero mi ojo no entendía que yo había deci- dido quedarme ciego para evadirme de algunos momentos que me perturbaban, así que me tuvieron que compensar el capricho con unos culos de botella infernales. Y yo sigo acá, observando con esfuerzo, me está costando focalizar, soy un cobarde, una rata inmunda, un cínico, ¡soy peor que el gigante!, me doy asco. Y ahora se sube los pantalones, el niño está desparramado por el piso, el monstruo estira sus brazos al cielo como espe- 14