la calle, he de decir que el cambio se pro-
dujo antes en las cartelas luminosas de los
autobuses municipales, que en las placas de
dicha avenida, lo que creó gran confusión en
los usuarios, que iban a tomar el autobús de
Eladio Perlado (líneas 10 y 25), mientras
que el que aparecía te conducía a Derechos
Humanos, que aunque iba a ser lo mismo,
resultaba recomendable preguntar al chófer,
por si acaso. De hecho, en la página web del
Ayuntamiento sigue apareciendo «Eladio
Perlado» en el mapa de los trayectos.
Otro par de calles ilustres del barrio
que han mudado su nombre han sido las de
los Arzobispos, el de Castro y Pérez Platero.
Con lo que nos costó a los vecinos diferen-
ciar entre ambos, ahora resulta que nos las
cambian, asignando a la primera el nombre
del difunto compositor Alejandro Yagüe, y a
la segunda el nombre de la Igualdad -dícese
de la correspondencia entre las partes que
uniformemente componen un todo-. Me en-
contraba alternando con unos amigos en
una conocida taberna de la ya antigua calle
Arzobispo de Castro, cuando descubrí col-
gado dentro de la misma uno de esos anti-
guos carteles. Azuzado por la curiosidad,
pregunté al tabernero, que exhibió ante mí el justificante de compra de la histórica placa.
Con media sonrisa le expliqué que no era inspector de Hacienda, ni de Trabajo, que solo de-
seaba cambiar impresiones acerca de la placa mientras trapiñaba una gilda. Él me dijo que
conservaba el documento de compra para que nadie pensase que la había robado con noc-
turnidad, provisto de una escalera o de un ingenio similar: la prosaica realidad era que ni si-
quiera la placa dedicada al «Arzobispo Castro» había estado expuesta mucho tiempo, porque
al fabricarla se habían olvidado del genitivo «de», lo que le había valido una larga reclusión
en los almacenes municipales, pues fue sustituida rápidamente por otra ya corregida.
Al parecer, y según informó la prensa local, las antiguas placas de «Eladio Perlado» y
de los respectivos arzobispos se vendieron rápidamente a particulares deseosos de conservar
ese recuerdo postrero de su calle, con la que tantos remites de cartas ilustraron en otras
épocas (cuando se escribían cartas manuscritas, ¡qué tiempos aquellos!).
El extraño caso del inquilino difunto
Otra noticia saltó a los medios de comunicación en febrero de este mismo año: la pro-
pietaria de una vivienda de Juan XXIII, que tenía una habitación alquilada a un inquilino, al
ver que no se levantaba a comer, acudió a ver qué le ocurría, descubriendo horrorizada que
éste había pasado a mejor vida (con el feo detalle de que el deceso había ocurrido a últimos
de mes, a ver ahora a quién iba a reclamarle la renta). La propietaria avisó inmediatamente
a la policía, para que procedieran a la retirada del cadáver.
Siempre diligente, apenas pasaron unos minutos hasta la llegada de los cuerpos poli-
ciales, pero ¿recuerdan aquella película de miedo relacionada con los siete pecados capitales,
en que cuando van a levantar a un difunto este empieza a toser aparatosamente? Pues la
escena debió ser bastante similar, pues cuando los uniformados asistieron al presunto finado
―que se encontraba tendido sobre la cama-, no tardaron en darse cuenta de que aún man-