culdbura nº 13 Culdbura 13 | Page 27

NUESTRA CIUDAD: La casa propia La situación era la siguiente: habían dado las seis de la tarde de un día bastante frío en el que llovía y a ratos salía el sol. Yo vestía una chaqueta gruesa de lana, pues había es- tado paseando desde el mediodía por la orilla del río, según me pedían las piernas, sintiendo intensamente el viento y la esporádica lluvia sobre mi rostro. Había caminado deprisa, ner- viosa, casi desesperada. A esa hora, a las seis en punto, estaba sentada en el despacho del notario, todavía ofuscada, y miraba sombríamente lo que me rodeaba. Éramos tres las personas que nos ha- llábamos esperando, alrededor de la gran mesa, de superficie brillante y forma ovalada, qui- zás para evitar aristas, que poseen todos los despachos de notarios del mundo. Al otro lado se sentaba el matrimonio que iba a adquirir mi casa. Recuerdo que mis pensamientos eran atroces. Miraba los rostros de ese hombre y esa mujer y sentía hacia ellos un odio intenso. En términos jurídicos, éramos dos partes: una, ellos; otra, yo. Después de la lectura comprensible del contrato de compraventa, tras la plasmación de las firmas, una propiedad pasaría legalmente de unas manos a otras… ¿Y eso era todo? ¡Se iban a quedar con mi casa, donde había jugado, sido niña y ado- lescente, donde había aprendido a soñar! Cierto que no vivía allí de forma habitual, y que iban a pagar por ella, pero, ¿y mis sentimientos, mi arraigo? ¡Iba a perder mi origen en la tierra! ¿No iba a penar, vagar por el mundo, hasta tocar una puerta que ya no estaría abierta para mí? ¿Iba a poder volver a soñar? Desfallecía de dolor. Me había visto empujada, me habían obligado las circunstancias, pero no quería perder mi casa, mi huerto, mi jardín… Pasaría por delante y les vería sentados en el comedor. ¿Arrancarían mis flores, se dejarían secar la higuera? Quizás, sencillamente, lo demolerían todo, los muy brutos. No quería re- cordar que casi les había suplicado que me la compraran, tan grande era mi apuro. Necesi- taba el dinero. La deuda que debía pagar era como una pistola apretando mi sien. Miraba aviesamente al matrimonio que tenía enfrente, sentados muy juntos. Dos manos se apoyaban encima de la mesa, una sobre otra, como en ademán protector. La mano que más se veía era grande, muy desarrollada, deforme, llena de nudos y callosidades, los dedos gruesos, las uñas cortas y descuidadas… ¡Se permitían unirse por la manos, en com- plicidad, en afecto…! ¡Odiaba aquellas manos! Los dos me miraban circunspectos, sin saber a qué atenerse. Ella tenía un aire inex- presivo, el pelo entrecano, recogido, mal cortado y peinado con descuido; ojos oscuros, muy abiertos, sin brillo; la boca dibujando una línea recta. No parecía pensar en nada. El hombre tenía el cabello casi enteramente blanco. Estaba pálido, con un color enfermizo, encogido, los hombros hundidos. Podría haber en sus ojos más malicia que en los de ella. Me conocían desde pequeña. Eran los labriegos que vivían en la casa contigua a la mía. A pesar de todo, ¡les odiaba! Casi lloraba de rabia al pensar que no podría volver a entrar en mi casa. Ellos contemplaban confusos mi aspecto enajenado.