culdbura nº 13 Culdbura 13 | Page 25

Si Adela hubiera estado aún en mi vida no creo que me hubiera enamorado de Lucrecia; su ausencia era todavía demasiado presente, un hueco que Lucrecia empezó a llenar, sin saberlo, tal vez sin esperarlo. Con ella todo fue más rápido, fue pasar de mi voz a ese otro Incertis Delgado, de pelo lacio y menos personalidad que los retorcidos, diabólicos persona- jes de Trespaderne. Todo se cumplió en dos encuentros en cafés, un tercero en mi aparta- mento, el perro se adaptó al perfume y a las caricias. Lucrecia se mudó a mi casa. Hubo anocheceres que le invitaba a ver algún vídeo, secuencias que conocía de “Má- tame con amor” o “Juego de lágrimas”, y me hacía bien mirar a Lucrecia atenta al drama, alzando a veces la cabeza cuando escuchaba mi voz y sonriendo de gratitud y afecto. ¿Te sirvió de algo escucharte?, me preguntó tomando mi mano entre las suyas. Sí, mucho, hablé de problemas de respiración, de dicción, de silencios, registros, matices de voz, cualquier cosa que ella aceptaba con respeto. Y tal vez fue uno de esos días de otoño, o un poco des- pués, que una tarde me quedé mucho tiempo a su lado, la besé largamente y le dije que la quería, que nunca la había querido como en ese momento, y que así sería un día y otro día para ser merecedor de su afecto, de su ternura, de su amor. Ella no dijo nada, sus dedos ju- gaban con mi pelo, me acariciaba el rostro, sentía su temblor posado en mis labios, su ca- beza se quedó en mi hombro, y se estuvo quieta, como ausente. ¿Por qué esperar otra cosa de Lucrecia? Ella era como los sobres lila, como las simples, tímidas, frases de sus cartas. En la memoria de mi amor, andaba por la casa o jugaba con Ulises, esa imagen que al atardecer entraría una y otra vez en lo que yo había querido, en lo que me hacía amarla tanto. ¿Por qué no se lo dije? No tuve tiempo, pienso que vacilé porque prefería guardara así; la plenitud era tan intensa que no quería pensar en su vago silencio. Sé que al despertar en la noche, mirándola dormir a mi lado, sentí que había llegado el momento de decírselo, de que fuera definitivamente mía. No se lo dije, porque Lucrecia dormía, porque estaba despierta, porque tenía que esperar para llevarla al Centro de Salud, porque estaba buscando una oficina de viajes para las vacaciones, porque la vida venía lu- minosa antes y después de los atardeceres. Que guardara el prolongado silencio, y me ha- blara tan poco, que me mirara como si buscara alguna cosa perdida demoraba en mí la necesidad de confesarle la verdad. No tuve tiempo. Un horario cambiado me llevó al centro, compré la novela recomen- dada por Basurto, que resultó ser el libro de relatos de John Cheever, “La geometría del amor”, la vi saliendo de un hotel, no la reconocí al reconocerla, no comprendí al compren- derla, apretaba el brazo de un hombre, más alto que yo, que se inclinaba un poco para aca- riciar la mejilla de Lucrecia, para besarla en los labios después. J. A. Martínez Gutiérrez