culdbura nº 13 Culdbura 13 | Page 24

imaginaba de pelo negro, de mirada cálida y soñadora, de ojos del mismo color, estuviera sentada ahí y yo le dijera que me conmovían sus palabras. El resto era convencional, no en- contraba qué decirle después de la verdad, todo se quedaba en puro relleno. Mi gratitud y mi simpatía. Incertis Delgado. Añadí otra verdad. Me alegro que me haya dado su dirección, de otro modo no me hubiera sido posible decirle lo que siento. De muchacho tenía aventuras sentimentales. La naturaleza se mostró generosa conmigo. Además tenía el corazón sensible y cuando llegaba el caso, era capaz de enternecimiento y tenía las lágrimas fáciles. Solo que mis devaneos se volvían siempre hacia mí, mis enterneci- mientos me concernían. Pienso ahora que el acto de amor es en verdad una confesión. En él grita con descaro el egoísmo, la vanidad, o bien se revela una generosidad verdadera. Sabía, por otra parte, que no les gustaba que uno fuera demasiado rápido a la meta. Primero era ne- cesario la conversación, la ternura, la palabra adecuada, en el momento más inesperado. Pero después de estas aventuras que languidecían probado el “fruto”, o se demoraban porque su facilidad no restaba mérito a mi habilidad para enamorarlas, llegó Adela, y eso duró cuatro años; a los cuarenta y cinco la vida en esta ciudad empieza a desteñirse, parece que se encoge, se achica, al menos para mí que vivo solo con un perro y no soy amigo de caminar mucho. ¿Me siento viejo? No, al contrario; más bien parecería que son los demás, las cosas mismas que envejecen y se agrietan; por eso me quedo en el apartamento, leo, imagino, ana- lizo el papel, con el perro mirándome, escuchando como si buscara aprobarme o rechazara mi interpretación, vengarme de esos papeles ingratos llevándoles a la perfección, haciéndoles míos y no de Trespaderne, ahondando, matizando las frases más banales en un juego de es- pejos que enriquece lo peligroso y turbador del personaje. Le acepté la simple, conmovedora invitación a conocerla en una cafetería de la calle Mayor. Había el detalle necesario, monótono del reconocimiento, ella de negro, bufanda azul y yo llevando gabardina negra y el diario doblado en cuatro. El resto era Lucrecia escribién- dome de nuevo, en el piso compartido con la madre, apenada y sombría por la otra hija muerta. Y si Ud. no quiere o no puede yo sabré comprender, no me corresponde anticiparme, pero también sé que alguien como Ud. está por encima de muchas cosas. Y añadía. Ud. no me conoce, salvo esa otra carta, pero yo hace un año que vivo su vida, lo siento como es de veras en cada personaje, lo saco del texto y es el mismo para mí cuando ya deja de asumir su papel. Lucrecia era una mujer de más de treinta años, de muy buen ver y con un encendido pelo negro que parecía vivir por su cuenta cuando movía la cabeza. De la cara de Lucrecia yo no tenía una imagen precisa salvo los ojos negros y la tristeza; los que ahora me recibieron eran de color avellana, y nada tristes bajo ese pelo movedizo. Que le gustara la ginebra no dejó de sorprenderme. Por el lado de Trespaderne todos los encuentros románticos empezaban con té. De veras lo pasamos bien, como si nos hubieran presentado por casualidad, sin necesidad de sobreentendidos como empiezan las buenas re- laciones en que nadie tiene cada que exhibir o disimular. Era lógico que se hablara sobre todo de mí, yo era el conocido, y ella sólo dos cartas y Lucrecia. Trespaderne tiene la intención de regresar a Shakespeare, le dije, montar el “Rey Lear” en seis capítulos. Un personaje que me persigue desde hace años, le vivo, le llevo dentro, me obsesiona hasta el punto de que algunas noches, interpreto, como si estuviera en el es- cenario, alguno de sus diálogos. Su desmedida tragedia mide la capacidad de un actor. Reco- nozco que la obra es muy triste. Muestra cómo deshacemos los afectos más profundos, cómo la soberbia y la mentira prevalecen sobre los sentimientos puros, como lo banal, la astucia, la adulación se imponen sobre la verdad de los corazones. Lucrecia me escuchaba absorta, en- cantada de mi voz y de la pasión que la obra despertaba en mí. Pero no seré el agraciado. Seré un secundario más, tal vez el conde de Gloucester. El rey Lear será para Bonilla, actor mediocre que no lo merece, ni mucho menos. Pero resulta, Lu- crecia, que es atractivo, las mujeres esperan su salida del estudio para pedirle el convencional autógrafo o un tierno abrazo. Trespaderne sabe que si Bonilla aparece de protagonista la audiencia femenina subirá.