culdbura nº 13 Culdbura 13 | Page 20

reducidas a frenar cualquier tentativa de levantamiento. Estaban aún muy frescas las ma- tanzas, los incendios, como se había arrasado con todo, plantaciones de tabaco, viviendas, ingenios de azúcar. Hasta las antiguas chozas de los esclavos habían desaparecido. José Gutiérrez formaba parte de una de las columnas móviles de los batallones com- pletados con voluntarios, entre ellos no faltaban tampoco pardos y morenos, así les llama- ban, nacidos en la isla que habían decidido luchar por aquella patria que no conocían, al otro lado del océano. Pero allí cubiertos de sudor, con un cansancio imposible, comidos por los mosquitos, José no tenía la sensación de que su presencia fuera a servir para algo ¿cómo iban a poder frenar a los rebeldes? Le estaba ganando el desánimo. El calor húmedo, la sed, las fiebres y aquellas diarreas y vómitos diezmaban sin piedad a los hombres, morían uno tras otro, muchos sin llegar a entrar en combate, sin que los médicos pudieran hacer nada. José Gutiérrez agitó la cantimplora y dio un sorbo, el agua sabía amarga y estaba muy caliente. Hacía ya una horas que había acabado con el contenido de la fiambrera, la ración de morcilla prusiana. Había que comérsela antes de que la humedad la pudriera y la llenara de gusanos. Se sostenía por pura fuerza de voluntad. No pudo evitar pensar en sus hijos y en su mujer, les echaba de menos, casi un año en la isla, desde que se embarcó en aquel crucero donde se mareó los primeros días, muy a su pesar. Pensaba en Enriqueta, que mayor se estaría haciendo, a esa edad crecían muy deprisa. Añoró las risas de sus hijos y la figura de su mujer recortada contra la ventana de la sala familiar. La picadura de un mosquito lancero particularmente molesta le hizo volver a la realidad. Sus botas cubiertas de barro habían dejado una profunda huella en el suelo encharcado por las lluvias torrenciales que habían durado toda la noche. Cambió de posición, a pocos pasos notó el movimiento del sombrero jipijapa de su compañero más próximo, había sacado el machete. A pocos metros de ellos estaba la trocha, la línea fortificada que tendría que im- pedir el paso libre de los insurrectos. Se alarmó, ¿tanto rato se había quedado abismado en el recuerdo de casa? Hacía días que sentía la fiebre, y la quinina, que le mantenía en pie, empezaba a dejar de hacerle efecto, tenía temblores. Sonaron los disparos de los fusiles. Una partida insurgente se abría paso en la manigua, feroz, con arrestos, decididos a todo. Aun así, como no esperaban encontrarse con ningún puesto avanzado en ese punto fueron sorprendidos por los soldados. José Gutiérrez alzó el fusil y disparó contra las cañas que se movían. Puede que diera en el blanco, no lo sabía, el fragor de la lucha le envolvió y ya no hubo nada más. Era como si se movieran por inercia, se imponía la supervivencia en el combate cuerpo a cuerpo, evitar ser alcanzado por una bala, atajar un machete. No importaba nada, ni el calor, ni la humedad, ni el hambre, ni los mosquitos. Todo consistía en defenderse, esquivar, imponerse. Pronto el cañaveral quedó convertido en un lodazal de sangre, de cañas aplastadas, gemidos y estertores de los heridos y moribundos de ambos bandos. Habían detenido a la partida. Los insurrectos, los que quedaban vivos, estaban ahora, maltrechos, maniatados, en el sendero abierto que llevaba a la trocha; algunos no podían tenerse en pie pero los aprehensores no estaban mucho mejor. Habían perdido muchos hom- bres en aquella escaramuza y el capitán José Gutiérrez se mantenía en pie de milagro, su cabeza goteaba la sangre de un mal golpe. Vencidos por el cansancio y las heridas, la columna regresó a su puesto, cercano al pueblo, poco a poco. No se dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde. El aire ardía, un viento oscuro y terrible cargado de pavesas encendidas azotaba la manigua, casi hasta los manglares del sur, kilómetros abajo. Los ingenios de caña de azúcar, las plantaciones que estaban a punto de ser cosechadas ardían. También se quemaban las viviendas coloniales de los dueños de las plantaciones. Los soldados corrieron para prestar ayuda, para intentar sofocar el incendio, para salvar lo que se pudiera, para salvar la vida. Sin embargo ya no quedaba que se pudiera rescatar. El oriente ardía. Había prendido la llama de la insurrección y del levantamiento y ya no cesaría. Enriqueta volvió a reunirse con su familia muchos años después, lejana ya la infancia, la vida había hecho de ella una “señorita de bien”, educada y distinguida, arropada por su