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Madrigal de las Altas Torres* Salvo él, parecía no quedar ya orfebres en Madrigal de las Altas Torres ni en los ve- cinos pueblos de Castilla. Temía por ello se perdiera el secular oficio familiar, pues tres hembras había parido Dolores su mujer, y ningún varón. Mientras estas cosas pensaba, Juan Francisco Fernández de Arfe, concluía el último de los tres prendedores de plata con cabezas de rosas idénticos y relucientes, en los que había trabajado para embellecer los faldones de sus amadas niñas. Del buril, en sus manos hábiles como pájaros anidando, habían surgido formas de- licadas y perfectas que llevadas a su casa, seguro estaba llenarían de júbilo a sus hijas. Juan Francisco era cuarto nieto de Juan Arfe de Villafañe, orfebre de Felipe II y autor del “Quilatador de la plata, oro y piedras” impreso en 1572 del que atesoraba un original. Se explicaba allí con detalle y pormenor, la técnica para la fundición, aleación y trabajo de los metales preciosos. Otro tanto sobre calidades, corte y engarce de preciosas piedras. Había sido el tratadista, autor de las custodias sacramentales de las catedrales de Sevilla y de Valladolid, e hijo de Antonio de Arfe, orfebre afamado por la autoría de la de Santiago de Compostela en estilo plateresco. Su padre y su abuelo, honrando el oficio, habían realizado obras menos conocidas pero, a su criterio, de ponderable valor artístico. Madrigal de las Altas Torres, que había sido residencia de Juan II de Castilla y en la cual naciera entre otros, su hija Isabel luego “la Católica”, se mostraba ya decadente en ese año del Señor de 1724. El ruinoso palacio real y otras casas principales, habían sido recuperados por órde- nes religiosas para instalar sus conventos. La febril actividad política y comercial de otrora se había esfumado siendo sustituida por una cadencia pueblerina, quieta y pastoril. Juan Francisco se sentía a los treinta y nueve años, de alguna manera frustrado. Si bien poseía la técnica de su arte como el mejor y un taller montado para emprender tra- bajos de envergadura, creía no haber recibido aún reconocimiento suficiente a sus capa- cidades. De hecho, nadie le conocía en el pueblo por “el orfebre”. Quizá por “el herrero”, “el cerrajero” o “el hojalatero”. Le enorgullecía sí, ser el autor del atril filigranado con medallones de gemas semi- preciosas que reposaba sobre el altar de San Nicolás y también de los copones, cálices y navetas encargados por un mercader de telas para donarlos a Santa María del Castillo. Y muy a su pesar, de no mucho más. Dos años atrás, había recibido el encargo de Don José Núñez de Céspedes, vecino de Almendralejo, para alhajar la capilla de su renovada casa-torre. Se trataba de un rico indiano quien le había pagado con generosidad su trabajo. Desde entonces ningún pro- yecto importante le había sido confiado.