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enemigo acérrimo de que el hombre intervenga en la naturaleza, pues siempre lo hace de forma dañosa. Curiosa actitud, cuando menos, en quienes están a favor del progreso, puesto que el mayor grado de bienestar material de la sociedad se ha alcanzado gracias a la masiva intervención del hombre en la naturaleza. Sin embargo, los ecologistas son partidarios de sacrificar el progreso material en aras de la conservación del medio ambiente. Por eso pro- ponen avanzar, progresar, decreciendo. A uno, que no se tiene por progresista, también le encantan las paradojas, pero, a su modo de ver, la mayoría de ellas no tienen más virtualidad que la meramente literaria. En su empeño por que la naturaleza no sufra más daños y, a ser posible, por revertir una situación ya muy deteriorada, han focalizado toda su atención y energías en luchar contra el cambio climático. De pronto ―de un tiempo, no mucho, para acá―, hay cambio climático… ¡y uno que estaba creído que una de las características fun- damentales del clima era su mutabilidad! Pues no, señor, a juicio de los conservacionistas, el clima, que se había comportado hasta hace relativamente poco de acuerdo con el postu- lado de la negación del movimiento de Parménides, como quien dice de golpe, por culpa de diversos factores perniciosos desencadenados por la mano del hombre, se ha vuelto hera- clitiano, cambiante. Lo bueno ―lo malo― es que el ideario progresista ha permeado en las clases medias, en los partidos políticos (incluso en los denominados conservadores o de de- rechas) y en los gobiernos, con especial intensidad en el sostenido, a estas calendas, por la izquierda y las formaciones nacionalistas, tanto de izquierdas como de derechas, dispuesto a permanecer en el poder a todo trance, aunque eso le cueste la ruina al país entero. Y ahora urge remplazar los combustibles fósiles y la energía nuclear por las energías renovables, agua, sol y viento. ¡Qué bonito va a quedar el paisaje lleno de saltos de agua, huertos solares y molinos de viento! Habrá que aprender a contemplarlo desde un nuevo punto de vista: el paisaje como cárcel. Ahora sí, a uno no le queda más remedio que estar de acuerdo con el gran Ambrose Bierce cuando define al conservador como el enamorado de los males exis- tentes por oposición al progresista, que desea remplazarlos por otros. Y entre esos males, cómo no, están los periodos de la historia que no gustan al poder establecido. De ahí la Ley de Memoria Histórica, que debiera haberse llamado, masculla uno, Ley de los Cortos de Me- moria, porque no se retrotrae más lejos de la Guerra Civil, como si, con anterioridad a dicho conflicto no hubiese habido otros, entre los mismos españoles o con potencias extranjeras, con miles de perdedores y damnificados, y como si no hubiese habido más dictadura o ré- gimen autocrático que el que siguió a la mencionada guerra. Son ganas de revolver en aque- llo que debiera dejarse quieto, sobre todo por lo que respecta a los nombres de determinadas calles o establecimientos, máxime tratándose de cerrar viejas heridas y establecer la con- cordia entre todos los españoles. O se quitan los nombres de los héroes (o asesinos, depende desde qué bancada se miren) tanto de un bando como del otro (los hay de los dos) o si se permiten los de un bando, habrá que permitir los del otro. Y lo mismo vale decir para mo- numentos y símbolos. De otro modo, la ley de memoria no habrá servido para lo que se apunta en su exposición de motivos. Esto, a uno, antes, ni le iba ni le venía, pero, parecién- dole bien que hayan quitado el nombre de Francisco Franco del asilo de ancianos al que han ido a parar sus huesos, no está de acuerdo en absoluto con que dicho nombre haya sido re- cambiado por el de Pedro Sánchez Castejón, porque este Pedro es cierto que no perteneció ni a un bando ni a otro, pero ha expresado claramente sus preferencias. Por lo tanto, y de acuerdo con la ley, nunca debiera haber ocupado el frontispicio de la que hoy es casa de uno. Y que conste, uno no es de izquierdas ni de derechas, uno es un librepensador; o sea, que, según el axioma estatuido por la izquierda, uno es de derechas y, por ende, un hijo de puta, facha, machista, homófobo, xenófobo... Claro que, según el estatuido por la derecha, al declararse librepensador, uno también es un hijo de puta; adicionalmente, rojo, maricón, promiscuo, sidoso… Ni que decir tiene que para izquierda y derecha ambos juicios son tan evidentes que no necesitan demostración, pero es que, según el credo político, confunden el axioma o el acto de fe ―quién lo iba a decir, tan agnósticos los de izquierdas, tan fervo- rosos los de derechas― con el acto de fe o el axioma, puesto que no puede considerarse como axioma un apotegma cuya falsedad es fácilmente demostrable. Dados los conjuntos A