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sando la violencia a calificarse de doméstica, que acarrea castigos mucho menores. Uno es consciente de que la violencia física de género viene ejerciéndose por un porcentaje infini- tamente mayor de hombres, pero eso no quita que coyunturalmente sea ejercida por las mujeres. De hecho, el habla coloquial nos ha dejado más de una pista al respecto. Así, cuando se dice que en determinada casa es ella la que lleva los pantalones, o cuando se hace mención a una virago o a un súcubo; la misma expresión “ama de casa” induce a recelo, porque ―al menos en el martirologio comunista― es el amo, patrón, el que ejerce la violen- cia sobre el subalterno, o el que, tomando decisiones injustas, provoca la de este. Disquisi- ciones aparte, lo que el sentido común dicta es que debe protegerse a la víctima efectiva e inmediatamente, con independencia de cómo esté sexuada. Frente a la violencia doméstica, la callejera apenas ha merecido especial atención del progresismo, que, tirando de doctrina, ha diagnosticado, eso sí, que la mejor forma de combatirla es realizar un reparto más igua- litario de la riqueza, complementado con la promoción de cursos y terapias de reinserción social dirigidos a los delincuentes, tipificación en la que bajo ninguna circunstancia ―faltaría más― habrá de incluirse a los integrantes de los CDR (Comités de Defensa de la República catalana). Con todo, se diría que no existe más violencia que la machista; es dogma de la progresía que la mujer nunca actúa violentamente, y es que el feminismo es una de las pie- dras angulares, quizá la más importante de todas, del movimiento progresista. Bien está, porque es de justicia que el feminismo persiga la igualdad absoluta entre hombres y mujeres (habrá que entender que tal equiparación se pretende llevar a cabo con los hombres mejor posicionados en la escala social, pues no tendría sentido efectuarla con aquellos que son unos pobres desgraciados). En efecto, a uno le parece que es justo; aunque, para lograrlo no debieran valerse de atajos como la discriminación positiva o los cupos tasados, porque eso es forzar las cosas y desprende cierto tufo a paternalismo. La igualdad, mastica uno, no debe conseguirse por la fuerza, sino de manera natural, como en un sistema de vasos co- municantes el líquido vertido en un vaso alcanza la misma altura en todos ellos. En su afán por conseguir una igualdad que a uno no se le antoja tal sino supremacía, han llegado a ex- tremos de difícil justificación; verbigracia, la creación del lenguaje sexista para ―dicen― hacerlo inclusivo y visibilizar a las mujeres (más que visibilizarlas, hacerlas ubicuas) a costa de estupidizar una lengua que, como todas, se ha ido materializando a fuego lento, de acuerdo, entre otros que rigen su evolución, con el principio de economía, o sea, la tendencia a invertir el menor esfuerzo posible, abreviando, cortando o simplificando, en la transmisión íntegra de una determinada información. En ese mismo afán, devienen abolicionistas. De- sean acabar con la prostitución (que sean ellos los prostitutos), las más radicales; las más sensatas y prácticas quieren que se legalice y que, como trabajadoras que son, se les reco- nozcan todos los derechos de los que disfrutan los autónomos o los empleados por cuenta ajena. Uno ve más razonable la segunda postura; no obstante, se malicia, en buena lógica, que su legalización va a encarecer desaforadamente los servicios amatorios y eso haría dis- minuir el trasiego de hombres en las casas señaladas con una baliza roja; a juicio de más de uno, puesto de manifiesto el peligro que corren, no estaría de sobra que tales casas las adquiriera Patrimonio Nacional para declararlas de inmediato BIC, o en su defecto, hay quien perora, para convertirlas en asilos para ancianos o casas de misericordia; bien, siempre hay quien asiente aunque añada un pero, pero atendidos por sus antiguas inquilinas, puesto que, tratan de justificar el envite, nada hay más parecido a las cuidadoras y a las enfermeras que las putas, dicho sea, añaden, en honor de estas y no en menoscabo de aquellas. Uno, como ya se ha dejado decir, remugante, a lo largo de este callado discurso, está recogido en un asilo de titularidad pública para ancianos (centros o residencias para mayores los llaman ahora), donde el director tutoriza su voluntad, que uno nunca suele poner de manifiesto; mas tiene que confesar que, en más de una ocasión, ha llamado putas, mayormente para sus adentros, a sus cuidadoras, aparentemente con rabia, pero, en realidad, ha sido siempre con admiración, casi devoción, y, quizá ―de eso ya no está seguro, porque los años le bajan a uno la libido hasta cotas abisales―, hasta con mucha lascivia. En fin… Otra de las piedras angulares del progresismo (mejor progresía, que es femenino) es el movimiento ecologista,