tado sería que los gobiernos no padecieran discapacidad de ningún tipo, pero tal es imposi-
ble. (De hecho, en la actualidad, todas las oposiciones, incluso a las más altas magistraturas,
tienen un cupo de reserva para aquellos aspirantes con deficiencias físicas, mentales, inte-
lectuales o sensoriales). Casi todos han intentado colar alguna vez que no les afectaba tara
de ninguna clase, proclamando a los cuatro vientos no ser de izquierdas ni de derechas, sino
de centro, como dando a entender que gozaban de ambos remos, cuando la triste realidad
es que ser de centro significa ser manco por partida doble. En cualquier caso, mejor la man-
quera diestra que la siniestra (eso es lo que le dicta a uno la razón; con buen criterio, cavila,
por más que se le haya deteriorado ―levemente, se supone―con la edad). Recuerda uno
las dos últimas veces que la progresía ha ocupado el Gobierno en este país; mejor, las dos
últimas veces que las urnas la han desalojado del Gobierno: la nación se había sumido en
un carajal al quebrar miles de empresas y haber aumentado el paro por encima del 20 por
ciento de la población activa, y la progresía ―siguiendo de mala manera a Keynes, que pre-
coniza el buen uso de los recursos del Estado―, en vez de reducir el gasto, como hubiera
hecho cualquier ama de casa celosa de su hacienda, pedía prestado en los mercados a altos
tipos de interés para invertir en obra pública que ni solucionaba el problema del paro ni, en
muchos casos, era de utilidad ninguna. Que tales periodos coincidieron con crisis económicas
de ámbito mundial, sí, hay que reconocerlo; pero también hay que reconocer que, en ambas
ocasiones, fue la derecha la que, nada más entrar en el Gobierno, utilizando las fórmulas
clásicas del liberalismo (menos gasto público a costa de los servicios menos esenciales ―no
se produjeron grandes recortes en sanidad ni en educación― y reducción de impuestos a
empresas y ahorradores a fin de favorecer la inversión privada, entre las más importantes)
y contando, todo hay que decirlo, con el viento a favor del resurgir económico del resto del
mundo (que, también hay que decirlo, había dado en aplicar las mismas fórmulas) empezó
a enmendar la catástrofe que se avecinaba. No obstante, la progresía aduce (puede que no
le falte su pizca de sentido) que tanto las crisis como los periodos de bonanza a que uno se
ha referido hay que contemplarlos en un contexto internacional y que, de haber estado la
derecha en el Gobierno cuando se produjeron las crisis, estas hubieran sido mucho peores;
de la misma forma que, si en las épocas de vacas gordas hubiesen estado ellos, el creci-
miento económico hubiera sido mucho mayor y, lo que es más importante, la riqueza gene-
rada se hubiera repartido más equitativamente. No, si palabras no les faltan. Lo mismo le
venden a uno un peine que, a cambio del doble de su precio, le regalan una bicicleta (la de-
mocracia, decía Aristóteles, acaba degenerando en demagogia). No sabe uno, pero los he-
chos son los hechos y están ahí; incluido el de la corrupción, que, a juzgar por lo que ha
trascendido en los medios, solo ha afectado a la derecha; pareciera que la progresía no hu-
biera caído nunca en prácticas tan nefastas o que los casos que le afectan, apenas aireados,
no merecieran la atención de la opinión pública por no tener sino un significado anecdótico.
Indiscutiblemente, en asuntos de propaganda, la izquierda es infinitamente superior a la de-
recha; quizá, también, uno no va a negarlo, en cuestión de moralidad pública, como ellos
mismos se encargan de apostillar cada vez que tienen ocasión, poniendo cara de circuns-
tancias y juntando las manos en actitud orante. Se hacen un flaco favor, porque lo que está
percibiendo la sociedad es que la derecha, aun robando, saca al país adelante, mientras que
la progresía, con sus aspavientos de honradez, acaba habitualmente situándolo al borde de
la bancarrota. También pudiera suceder que la derecha no fuera tan ladrona como escupen
sus detractores ni la izquierda tan honrada como aseguran sus acólitos. A uno le parece que,
en general, todos los que se meten en política lo hacen para alcanzar una situación de pri-
vilegio sobre los que se conforman con ser gobernados de manera regular; una situación de
privilegio cifrada no solo en la remuneración económica correspondiente al cargo que ocupen
(normalmente, bastante generosa), sino en prebendas de todo tipo para sí y para la familia
y amigos, y algún gatuperio que otro. Eso lo sospecha uno y todos los ciudadanos de a pie,
y hasta nos parece llevadero (o nos hemos acostumbrado a que nos lo parezca); lo que ya
no nos gusta tanto es que nos roben habiendo hecho votos de honradez y encima nos lleven
al desastre. Pero ¿por qué la progresía tiene tan buen concepto de sí misma? ¿Por qué niegan