Culdbura 12 Culdbura 12 | Page 54

Años más tarde, frente a la línea de productos frescos del Hipercor, habría de verla de nuevo, con su cara renovada, estiramiento a estiramiento, y sus tetas nuevas, tan discreta como siempre al saludar, que nadie comentaría que te ha reconocido a ti y que se alegra de volver a verte, de reencontrarte y más allí, en el supermercado, donde no se esperaba que apareciera mi rostro desconsolado y tan tristón como siempre, y me barriga de aspirina. ―¿Cómo tú por aquí? ―y me mira con los ojos chispeantes, que pro un momento creo que me querrá contabilizar entre sus conquistas de cama y no entre los que la escuchan con embobamiento botúlico. ―Comprando ―le respondo de inocencia supurante ―aquí― para certificar lo evidente. Con las bolsas en las manos, evitábamos que nuestros cuerpos se rozaran, como sí que lo experimentaban las bolsas, que, la rozarse, provocaban un ruido chirriante, de esos que provocan dentera. ―¿Y si tomamos un café? Inevitable. Acodados sobre la barra del bar, mirándonos frente a frente, cara a cara, rostro a ros- tro, evitamos preguntarnos nada, que sorbíamos el líquido espumoso de su taza de porcelana a la par que mojábamos en el líquido elemento la magdalena que el mismo Proust nos legó. ―¿Sabes? ―abrió el fuego del fatuo proceder―. No te lo creerás cuando te lo cuente. ―A estas alturas, mujer, me lo creo todo. La verdad más cierta que mis labios pronunciaron alguna vez en su presencia. Cierto, qué cierto, que me creeré cualquier cosa que me cuente, porque a mi nada ya me anonada. Todo tiene su momento, y todos nos prodigaremos en acciones que ni por asomo creeríamos ser capaces de realizar. Mordió la magdalena y sorbió el café. Posó la taza en el plato de flores tatuado y se limpió los labios con ademán de mujer educada, antes de hablar. No fuese a saltar las mi- guitas de magdalena de sus labios a mis ojos, o a mi boca. Pandemia. ―Nadie quiere follar conmigo ―y se detuvo conmigo tras silabear la palabra follar, me agarró las manos como para sujetar la ignominia que la provocaba y que yo pudiera obser- varla entre nuestras manos arrejuntadas―, porque dicen que soy vieja. La cara que compongo la descompone y asiente con la cabeza para que crea que lo que cuenta es la verdad tal y como sucedió ante sí misma con otros. Ogros. Mastodontes sin piedad que la aplastan con su soberbia. Así de cruda se le presentó la realidad cuando ella sólo deseaba que alguno de los presentes en la conversación sólo ansiase desnudarla y comérsela, masticarla, chuparla, joderla. Pero amigo, no fue así. ―Tuvieron el atrevimiento no sólo de llamarme vieja a la cara sino de explicar aún más y llamarme puta vieja. Lloró, claro, como no podía ser menos. Las lágrimas, el café y la magdalena no com- binaban bien y no pude si no abrazarla. Su espalda llana y lisa, con la protuberancia del bro- che de cierre del sujetador provocando el daño en mi mano, por la que paso la caricia. Su oreja, cornucopia que recibe el susurro que la calma. No es cierto, bella dama, vos no sois vieja ni puta y quien no quiera penetraros, es que no desea disfrutar de la vida como se debe. ―No sé cómo puede haber gente de tal calaña en el mundo. Me mira sonriente y con la magdalena en la mano, que me la ofrece para que le hinque el diente y le arrebate una porción de la misma. ―Yo tampoco. Se arrima aún más a mí, abrazada del todo, rozando su mejilla en mi mejilla, sus tetas nuevas en mi pecho extenso, sus labios negros en la barbilla hundida, su pubis convexo en el mío atildado. Tan arrimados nos hallamos que nos soplamos el aliento a café a los ojos sin querer, que nos rozamos los sexos sin poder evitarlo. Como en el metro repleto, en el autobús a los doce en punto o en la consulta de un médico que tiene la habitación de espera, estrecha. ―Lo siento ―me explica―, no me puedo quedar más.