Culdbura 12 Culdbura 12 | Page 53

―¡Me ha llamado su mujer! “Su mujer”, sonó en sus labios como sonaría el látigo sobre la piel del león drogado en la pista del circo. “Su mujer”, que se convertía en su dicción, en la eterna culpable de la con- denación del ser humano a no residir en el paraíso. “Su mujer”, reverberó entre sus dientes como rechinaban estos en un hombre que los frotase entre sus esmaltes todo el tiempo del mundo. “Su mujer”, repitió reiterativa entre repelentes ademanes de teatro de los hermanos Quintero. ―Me ha llamado su mujer ―quiso gritar, pero apaciguó la voz, se enfureció mientras me lo comunicaba, pero con soberanos esfuerzos para no elevar la voz más de lo preciso y que le oyese el tipo de al lado, un lugareño prototípico de pocas luces y mucho tragar licor, de poco lavarse y mucho sudar en camas de prostíbulos y en las tardes de polvo y rastro- jos. ―No será para tanto ―preciso para limar el asunto todo lo que tiene de punta que se clava en la cava de la carne. ―¡No será para tanto! ―y lo repite tres veces, como si la trinidad dijera más que la unicidad en la dicción En su lengua de chamán francés las palabras mal suenan más abiertamente que lo ha- rían en la lengua de una gitana de calle vendedora del perejil del buen follar echando las pertinentes pestes al malnacido que no se lo compra. En sus palabras, que resuenan como un ciclón girando a velocidad de tiovivo, de montaña rusa, de noria de giro infinito, de vér- tigo, se concentra toda la maldad que el mundo guarda para lanzar sobre la humanidad el día del juicio final. En la saliva que salta de sus labios al pronunciar cada sílaba se puede observar a través del microscopio molecular la cantidad de virus que contiene y que provo- carán un contagio masivo a todo aquel que le caiga encima, una pandemia en su saliva. Habla de prisa, de prisa. “quieres creer que va y me llama así sin más y me dice expresamente que permita a su marido volver a su casa que tiene tres hijitos y a ella que no tiene nada más que a él po- brecita y sus hijitos que la están mirando con ojitos de pena degollada y yo lo tengo todo que ya tengo otro marido y que para qué quiero más que eres una acaparadora y seguro que hay más hombres en mi vida y que para qué quiero a su marido, que lo deje ir, déjelo volver señorita, que usted es buena y se compadece de los ojitos de cordero degollado de estos niños tan chiquitos que no tienen más que a su padre, por favor, permita que mi marido vuelva, a ver, señorita, que a usted nada la cuesta, que seguro que tiene otras pollas con las que jugar, ¿verdad?, porque es usted conquistadora y fácil en el trato, y fácil de todas maneras, y yo, señorita, yo para mi casa sólo tengo a ese que usted acapara y que dios le dé un chancro, que es un picaflor, y se puso a llorar” ―Y le colgué el teléfono, claro. ―¿Qué quieres que te diga? Nada. Se acabó nuestra relación de beata y confesor el día que la destinaron a otra sucursal de la misma empresa. Se fue, con sus problemas de sexo, se fue. A buscar a otro confesor, que, como yo, gordo y callado, la absolviera de cualquier pecata minuta, y de los otros ma- yores que cometería y que comete a toda lujuria. A tomar café de media mañana y aprovechar y quejarse de lo mal que la trata el mundo y las mujeres de los hombres con los que ella se acuesta con no otra finalidad que la pro- piamente, disfrútatela. A media tarde, siempre a media tarde, en el motel de carretera que alberga cañones sin retroceso, carros de combate y un barco sin patrón ni marinero que bien serviría de dormitorio a la servidumbre. En mitad de la meseta, decorado como el motel de cualquier carretera de Norteamérica. No le faltan ni las serpientes de cascabel, expuestas en urnas de calibre cincuenta, para que no puedan picar ni escapar. ¡Cómo las admiran los niños! La perdí de vista durante años y se agradece no ejercer de beatífico padre confesor que absuelve y aprende.