Culdbura 12 Culdbura 12 | Page 51

La libido se les escapaba con cada arrancasiega, con cada sobresembrado, adictos al estremecimiento sin conformidad. ―¿No os aburríais? ―le pregunté, condenado como estaba a escuchar sus confesiones de atardeceres de motel y noches sin sexo deseado y deseante. ―¡No! ―sonó destilado con firme liberación―. Es más, creo que nos sabía a poco. ―¿A ti o a él? ―pregunté cuando debí preferir la decisión de la Rota, o, mejor, andar de estaciones. ―A ambos, tonto, a ambos, que disfrutábamos, porque no, como cochinos en su por- quera. Cada tarde de cada día encobrados en el coche, se dirigían ambos aquí que no peco, hacia la habitación del motel donde el emotivo reconcomio con el que viajaban se materiali- zaba monogramático en la transvasación de sus amores humeantes. Cada tarde de cada día continuaban enroscados a sus amaneceres imposibles, cada cual pasaba la noche y amanecía en la cama donde era un acetímetro cualquiera. Se buscaban con denuedo con miradas de hacha afilada, de guillotinas de plaza mayor, de verdugo de terrosas manos. Se encontraban en los despachos vacíos de gloria y repletos de libros que nadie leerá jamás. Se buscaban con la urgencia provocada por las noches y las auroras que sucedían en otros reinos, donde ellos oficiaban como tiestos sin planta, como tiestos sin semilla. Se alcanzaban como corredores de vallas que saltan hasta la última de las mismas, aun- que derribándolas, al cruzar la meta cuando dispara el dedo rápido del juez de línea. Se pre- cisaban con la necesidad perentoria del yonki por su dosis, del abuelo por la nieta perdida en un parque de pederastas, de la ninfómana por un sexo erecto o cuninforme, que tanto le da. Cuando se obtenían, cuando se tenían el uno al otro en los brazos, se desnudaban con la rapidez con la que se roba el mosaico romano de un pueblo mesetario olvidado de los pre- supuestos de cualquier gobierno mercantil. El, con perfecto don de mayordomo inglés, le retiraba pieza a pieza, cada parte de su vestimenta, y la dejaba perfectamente dispuesta sobre la silla de la habitación, solmene. Ella, sin embargo, se enfurecía como la leona de la jaula del circo y lanzaba zarpazos que alcan- zaban los diminutos botones de nácar de la camisa de color de tierra reseca. El la acogía en su corazón aferrándola por los pechos, como si pretendiera arrancárselos de un tirón animal. Ella mordía su pelambrera enroscada entre el esternón y el ombligo oblongo, que se rellenaba de lana de la camiseta interior. Él la lanza con delicada violencia sobre la cama de colchón de látex y espuma sintética, y ata las manos al radiador y las piernas a cada lado ―a la cabecera y a los pies de la cama― .. Ella no se resiste a nada de lo que las manos de él dirigen y pide que le ciegue los ojos con una toalla que se abulta bajo las sábanas amarillentas dl motel. ―¿Qué me harás amor? ―Aguarda a que arda mi interior y soplaré la incandescencia a tu piel. ¡Qué poéticos se presentan los literatos en la tarde ante un cuerpo desnudo! Pero sólo hasta que abren los ojos, amigos, tan sólo hasta que los abren, los ojos, y de tan cerca que sienten las nalgas en sus pupilas, alzan sus manos y las alcanzan. Tras esos roces de piel tan livianos que son etéreos, el literato de poéticas vopiscas se transforma en feraz pervertido babeante y conduce con su mano, pero la mirada aviesa, una cuchara de palo, de paella, desde la cima de los senos a la brecha baja del sexo travieso, que se estremece y serpentea y escupe láminas de ardiente y pegajosa exigencia en cada precisa excreción. ―Estoy viendo la vida rosa y te estoy viendo a ti, que me la agradas. ―Calla y sé canalla, sólo y a menudo Persistía perfeccionista, en el juego de la cuchara de madera de paella ondulando ma- terial sobre la piel de vellos erizados. Un beso sobre Venus, en la ingle íntegra y en la hendi- dura del ombligo y en la sima de los senos; y sobre la nuez que indica el estremecimiento al ondularse bajo la piel.