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Allí los abandonó, en el hotel, durmiendo en sus alucinaciones, aguardando a otro santo advenimiento, que ya no se producirá, porque a ella no le interesaba repetir amante, si no coleccionarlos. Coleccionar se convirtió en una obsesión fatídica, uno detrás de otro, y otro, y otro más, y el último, que no será el último, por ahora. El último, al que ha conocido en el trabajo. Un tipo alto, delgado, con voz de tipo alto y delgado, bullicioso y alocado. Ceremonioso y afable, siempre ase el asa del tazón de café con leche con la mano izquierda mientras lo acoge con su mano derecha y con los labios compone un mohín de fingida altivez. En ese mohín se podía leer la humildad de quien lo componía porque se relacionaba sin decir nada con gente de alta altura social, mera alcur- nia. ―¡Ay, ¡qué caliente pone esta mujer siempre el café, no hay quien lo trague a la pri- mera! ―¿Te gusta toma el café de un solo trago? Con lo extraordinario que resulta ir sorbito a sorbito. ―Como los inútiles pajaritos en el estaque de mi jardín. Y elevó la taza del café hasta ocultar su rostro con la porcelana blanca, sólo la montura de las gafas a la intemperie. Y bebió con delicada maniobra de sus labios de exhortación y con su mirada de dedicación a la labor que realiza ahora. Y al finalizar su largo trago de café amargo, que el azúcar no se cristalizó para matar el amargor del negro y caliente café, volvió a la vida con entereza contagiosa. ―Así ha de tomarse y no sorbito a sorbito, como un pajarito. Aquel mismísimo día, tras salir del trabajo, ella se ofreció a llevarlo hasta su casa y de- jarlo en la puerta, cosa que no ocurría todos los días. Los otros que lo transportaban hasta la capital desde el trabajo pueblerino lo abandonaban en la parada del autobús, como se abandona a un fardo que tiene que llegar a otra población que no es de paso. Se despidió de los otros anunciándoles que le dejaban en la puerta de su casa por vez primera. No fue así. Se detuvieron con ansia de sexo en el motel de nombre de barco y tras tomar posesión de la llave de la habitación 22, se introdujeron el uno en el otro con impulsión mecánica, conectados con superfluidad. Fue sexo verboso. Prolijamente difuso. Se dijeron perifrásticamente toda clase de pleonasmos. Nada sobraba. Arráncame la camisa botón a botón con tu lengua, circunferenciada. Abrevia, instan- taneidad al abrir la hebilla del cinturón, y tira con fuerza que la parte flexible no se resiente. Vivacidad con el cierre del sujetador, que tampoco consta de tantos corchetes, de copa casi inexistente. Presura sin precipitación, hermana, a la hora de extraer mi camiseta interior térmica, elévala hasta mi pecho, y sácala por encima de la cabeza de un solo tirón. Desho- nestidad lujuriosa cuando coloques tus manos sobre mis bragas, que no son bragas, lencería fina, una braguita en forma de red en raso rosa. Con cuidado, que el roce de una uña mal cortada la hiere de manera mortal, y habré de tirarla. Prudencia a la hora de arrastrar mi calzoncillo a lo largo de mis largas piernas, que son de musculación, calzoncillos para posar la totalidad de la musculatura, incluso el músculo viril, que no engaña. Desnudos como estaban, que hasta el espejo en mitad del armario lo reflejaba, no les quedó sino hacer composiciones en el lugar, inventar movimientos maquinales y fraguar ca- ricias que generasen de todo menos tranquilidad, moverse en un tira y afloja sin precau- ción. Desnudos como estaban, sin mesura ni parcos en besos y caricias, les restaba sólo co- rrer cada cual, a sus infiernos sin el compás en la mano, ciegos de los cien ojos y sin muela del juicio. Abrazados a su piel sudorosa, combatían por no resbalar de ella y seguir apretados tan juntos, que no se le permitiría a una gota de sudor o a una lágrima de placer resbalar entre ellos hacia el suelo. Unidos tan perfectos que no hubiera ambigüedad en torno a la ac- tividad que en aquel momento llevaban a cabo en gozosos movimientos peristálticos. Oleadas volcánicas de grasa entrechocando concentradas en un solo punto del mundo en un silencio propicio al susurro en la cornucopia del oído atento al mosqueteo incesante