Culdbura 12 Culdbura 12 | Page 48

Los deseaba como los poseía en la habitación, de frenesí en frenesí, con el eretismo en el miembro viril. Efervescentes como una pastilla que calmara el dolor que provoca la familia que se enroca en la misma idea, en culpabilizarla de ser la estéril. Al marido, empero, ni un reproche por su absoluta impiedad de malevolencia maloliente y brutal. ―Bien, pues mirad, en esta habitación y con mi sexo abierto, arrebato al más muerto y lo torno de un fogoso, que se emociona con un enajenamiento fanático. Entre copa y copa de champán, se deleitaba en engolosinarse con aquellos penes en los que se le iba la mula, al cabalgarlos. Los soplaba en la punta con la honestidad embutida en un preservativo, con la suavidad de la brisa que comienza a nacer desde el mar de medianoche, y los sabía ya convulsos y urgentes. Atizaba dactilarmente sobre el tronco venoso del pene erecto, y despabilaba el acaloramiento, azuzaba la fiebre, reanimaba la fogosidad que se creía perdida. ―Contarlo no, verlo, ¡cómo me hubiera encantado que estuvieseis acompañándome en la habitación!―nos anunció con flor y nata en la voz. ―Y donde nos esconderías, ¿en el armario? ―le preguntó con inocencia residual en la voz la que acabaría casada con un filósofo de mala leche y peor digestión. Cuando escuché preguntar esa incongruencia con una voz de descalce y escabechina, me asaltó un acceso de tos que me obligó a escupir el trago de café tan largo que alcanzó con puntería de misil filodirigido al jersey oscuro del parroquiano que llamaba a Dios de tú. ―Disculpe ―acerté a mascullar mientras me tapaba la boca de soslayo, oblicuo derecho. Prosiguió su relato escenificando con cinematográfica movilidad la batalla que mantuvo contra aquellos dos encalabriados hombres, enardecidos con la excitable imagen retenida en la retina, de aquella mujer desnuda que ahora sólo bebía café y entornaba los ojos con fruición; y con la inocencia de la víctima. Pero también de la crueldad. Juntó sus dedos de manera tal que quedara en el medio una oquedad cilíndrica y con di- vertido mohín de su boca, simulaba que ésta bajaba y subía desde aquella cavidad cilíndrica simulada. ―Lo haces mal ―gritó sofocada la mujer que casaría con filósofo sin defensas, y de esta manera quería evitar que el resto del bar nos mirase infernalmente, condenándonos por pro- mover el deleite que ellos consideraban obsceno y que mejor se ocultaba en las habitaciones de los puticlubs que hacen esquina, sin salida de humos. No amilanada por tal desprecio a su manera de narrar lo acontecido y más obscena que picara siempre, ofertó su culo en barrena para que ninguno imagináramos nada, que todo que- dará bien visible. Creí entender en sus gestos, todos lo supieron, que ambos hombres la so- metieron a sus antojos sin que ella propusiera ningún obstáculo a sus manos ni a sus labios ni a las lenguas ni a la saliva ni al semen lanzado con propulsión de chorro. Ni a la sangre, que los marcó bien marcados de uñas y dientes en todo el cuerpo. ―¿Otro café, amigos? ―nos ofertó la damisela que se propuso como objetivo olvidar el nombre del marido que la pisoteaba delante de su familia y consiguió que ésta la pisoteara, asimismo. En el otro café, finalizó el relató de aquellos amoríos de hotel, los primeros, con un se- cretario general y un concejal sin porvenir, a los que extrajo hasta la última gota de la impa- ciencia por agotarla, en una ceremonia en la que procesionaba de una oculta quimera a un mitológico espejismo, y ellos la seguían babeantes. Nada de nada en ninguno de los dos. Ella lo expresaba al aproximar el índice al pulgar, hasta el punto de casi juntar las dactilaridades de ambos dedos, y la centella en sus ojos. ―¡Mala, mala, mala! ―le espetó la mujer sin defectos que se enamorará del hombre de- fectuoso. ―Como una cuchilla de afeitar. Como una broncha inmisericorde su arma negra, herrusca, se enrosca en los hombres vidriosos, que aguardan, sólo aguardan, la espectacular irrealidad que brotará del ojo fan- tasmón eyaculatorio.