Polvos tristes
No había dado a luz hijos en el transcurso de su matrimonio y tanto su marido, como
la familia de su marido, la culpabilizaban con violenta crueldad, aun sin la certeza médica,
con saña, como divinidades olímpicas. En aquel momento, se esforzaba por desaparecer.
En las fiestas familiares y en las reuniones sin fiesta y en las comidas sin fiesta y sin
reunión, los dedos acusadores que empuñan tenedores y cuchillos y que, de bárbaros, sen-
tencian con ferocidad, la apuntaban rápidamente y la ajusticiaban sin conmiseración, a tiro
pronto, nada gracioso. Y lo efectuaban con tanta urgencia y tanto así, que, hasta su propia
madre, sin preguntarle si la verdad estaba de su parte, la culpabiliza de igual talante into-
lerante.
―Y ¿por qué no vamos a hacernos la prueba? ―le sugirió a su marido tras un viaje va-
cacional que habían disfrutado en las alejadas islas Seychelles.
―Porque está bien claro de quién es la culpa ―y la sentenció soberbio, nada sobrio, y
sin lastima mientras apuntaba certero con el dedo a su tripa, a la que llegó a tocar, sin aca-
riciar.
El dedo de la justicia sobre su ombligo bobo, sin cordón umbilical.
Al encontrar todo el mundo tan claro de quién era la culpa y que aquello no tenía so-
lución que voltease la situación, decidió, que hasta por caridad, a partir de aquel mismo ins-
tante, se acostaría con todo el que se lo pidiese o se insinuase.
No haría ascos a ningún rostro ni a ninguna chepa. Todos por igual se podrían jactar
en plena calle o donde gustasen, de haber sido su amante y habérsela llevado a la cama.
Ser dos yacentes nada anónimos. Querría emplear palabras de mayor rudeza y dureza al
oído, pero le daba vergüenza ahora.
―Y buscaré, además, a alguien a quién confesarle mis amoríos.
El primero, el que abrió la cuenta de amante, hubo de ser alguien importante, un di-
rector general o un concejal del ayuntamiento de Burgos, o ambos a la vez, en una especie
de orgiástica reunión en el despacho donde se reparten privilegios. Sobre aquella preciosista
mesa barroca en mitad de la sala.
Según contaba a la hora del café en bares de mala muerte, los condujo sin remisión y
sin dudar, al paroxismo, a una excitación de los sentidos, que los nubló por completo el en-
tendimiento. Alterados en su conciencia, agitados en su ser, pudo pedirles lo que se le an-
tojara, pero prefirió observarles como animalillos dependientes en la excandecencia. Decidió
dejarlos disfrutar en la sobreexcitación a la que los había conducido, ardorosos de ella, no
fuera a haber lugar a la irritación y la armáramos.
Los prefería excitados, animados, dispendiosos, dados a llamar a la recepción para que
subieran a la habitación más champán y nuevas copas. Los amaba vivificados, así, conmo-
vidos, no tan muertos y recios, necios, como aparentaban cuando paseaban del brazo de
sus respetables esposas por el espolón burgalés.