que desaparece cada noche con sus patitas blancas para irse de putas callejeras; motivo
por el que ya le han partido la cara un par de veces y ha vuelto a casa con alguna dentellada
barriobajera.
Anselmo, el oficial amasador ha llegado tan puntual como siempre y hemos empezado
la faena codo a codo. Todo ha ido de maravilla, da gusto trabajar con un obrero así; con qué
agilidad y destreza han ido cayendo las hornadas una tras otra, hasta cuatro en total. Yo le
veía entregado en su trabajo, como a un verdadero oficial de pala, que lo es, pero no podía
hablarle, intentaba dirigirme a él y su cara se me trastocaba en la del perro; sus manos se
llenaban de pelos y las uñas se le alargaban; tenía desabrochadas la camisa y el pantalón,
y caminaba sobre sus dos patas traseras con gran agilidad mostrando su pechera, su barriga
y su pijo encarnado y puntiagudo, apuntando al infinito.
Me ha ayudado incluso a dar el pan a la pala, cosa que nunca le hubiera permitido ni
siquiera a mi mejor empleado, y con la cuchilla ha trazado un nuevo dibujo sobre la masa
de las hogazas y los panes que a mí no se me hubiera ocurrido nunca, me ha dibujado un
extraño pentágono, adornado con un agujero en el centro que reproducía su propia pezuña.
Este jodido perro me tiene abstraído, se me representa a diario con su pelaje negro-
brillante, sus ojos verde-gris y el lucero blanco que tiene situado en el centro de la frente.
Cuando ha bajado mi mujer al obrador, Benifusco ha desaparecido y, a partir de en-
tonces, todo ha vuelto a la normalidad. Yo diría incluso que mejor de lo normal; curiosamente
hoy no ha habido reproches, ni broncas, ni voces, ni disgustos.
Han empezado a llegar las primeras parroquianas y han elogiado el pan y al panadero
también. Menos mal.
―Qué bendición de hombre tienes en casa, Amelia. ―le han dicho a la parienta―.
Vengo oliendo a pan nuevo desde la calle de en Medio, y te digo que esto es un verdadero
manjar. Lo peor es que, mis hijos se lo van a comer como si fueran rosquillas.
Tumbado sobre un tablero de la panadería, con un saco doblado por almohada, he
caído rendido en un sueño profundo y reparador, y al despertar me he encontrado otra vez
con la mirada misteriosa de Benifusco que, seguramente, ha custodiado mi sueño.
Él espera una señal mía para saber si vamos a cazar. Me mira inquieto, a ver si me en-
cinto la cartuchera, y entonces mueve la cola y levanta las orejas; tiene una algo caída y
tronchada por los perdigones que yo le he ido alojando con mis disparos fallidos, y yo no le
he hecho mucho caso, ya que me ha vencido el cansancio y me he dado otra cabezada. En-
tonces he soñado que estaba de cacería con él.
Ha estado bien la cosa; no he acertado ni un solo tiro, pero me ha hecho dos muestras
a la codorniz dignas de plasmar en un cuadro. Solo por esto y por el olor a trigo recién se-
gado, ha merecido la pena el esfuerzo.
Ya de vuelta, Benifusco ha emprendido una carrera veloz hacia casa; yo le he llamado
con insistencia pero él huía. Le he silbado para que volviera y ha hecho el amago, pero
cuando se ha puesto a mi costado, no le reconocía, le he observado con atención y he visto
que tenía la cara de Anselmo y corría a cuatro patas, semivestido con su camisa clara y sus
pantalones grises; corría hacia la casa con sus zapatos traseros, sus pezuñas delanteras y
su pijo puntiagudo y colorado, seguramente, para encontrarse y retozar en mi ausencia con
Amelia.
Paco Arana