La banalidad del mal
Hannah Arendt acuñó el concepto “la banalidad del mal”, afirmando que cualquier per-
sona mentalmente sana puede llevar a cabo los más horrendos crímenes cuando pertenece a
un sistema totalitario. Una constatación que abre múltiples paralelismos políticos y sociales
cuando los puntos de contacto históricos son abrumadoramente coincidentes: nacionalsocia-
lismo alemán y nacionalcatolicismo español. “Los actos de Estado son al mismo tiempo actos
personales. De ellos son responsables y han de responder personas singulares”. Y exactamente
a esta controversia deben responder las altas jerarquías políticas, clericales, económicas y mi-
litares de España: los actos cometidos por todos ellos, en tiempo de guerra, con una población
subyugada, ocupada y amenazada no pueden quedar impunes décadas después de sucedidos
sobre todo si existen pruebas fehacientes e incontestables de su existencia.
En 1938, durante el periodo álgido de la Guerra Civil española, los dirigentes del Estado
sublevado, tras arrasar a sangre y fuego con todo vestigio de democracia, libertad o esperanza
para un pueblo sometido al terrorismo de Estado, utiliza el poder que le otorga la fuerza de
las armas para proclamar la exaltación de su pensamiento fascista. Las paredes de miles de
iglesias y catedrales españolas comienzan a salpicarse con cruces, flechas y parafernalia fa-
langista en un acto sin parangón de propaganda partidista, y todo se realiza con la suavidad
de un asesinato mientras la victima duerme, con un silencio de mordaza y una mano de hierro
estrangulando las voces que pudieran quedar disidentes. Y todo ello se santifica con miles de
litros de agua bendita que, pese a lo que se piensa, no logra atenuar la fetidez del horror que
se realiza.
Y queda grabado en piedra. Aquella “banalidad del mal” queda grabada en piedra. En la
piedra más noble extraída de las canteras de Hontoria. Durante años se reproduce el esper-
pento del homenaje al nombre del líder del movimiento fascista en España, y los actos, agru-
pados en un proclamado “Día del dolor”, son materia de propaganda del franquismo en sus
años de dictadura sangrienta, siempre con la Iglesia ocupando el primer plano en el reparto
de los poderes terrenales.
La ocasión de conmemorar el Octavo Centenario de la colocación de la primera piedra
de la catedral, es el momento oportuno para exigir a políticos y clericales la supresión de la
ignominia, y, desde luego, sin otras razones que el cumplimiento de la Ley de Memoria Histó-
rica, y el reconocimiento de la concordia, tantas veces predicada y nunca conseguida, los po-
deres fácticos de la ciudad apoyen decididamente la retirada del nombre de José Antonio Primo
de Rivera de la fachada del Sarmental.
Cualquier otro argumentario, cualquier demora o impedimento, solamente afirmará la
falta de voluntad de las fuerzas empeñadas en perpetuar su poder, su pasado asesino y su
desprecio absoluto por los deseos de la ciudadanía.
Es una batalla dura, sucia, embarrada, mezquina, miserable, nada que no sepamos de
ellos. En manos de los responsables políticos y sociales de la ciudad reside el deber y el de-