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tipos que la Guerra de Vietnam dejó en la generación de los “baby boomers” ―su genera- ción―, el guión desarrolla únicamente el primero y más extenso. Es 1960. Verano. Casi un subgénero dentro de la narrativa del rey del terror: historias durante esos meses en que sucedían las cosas que más se recordarían en la adultez ―“el primer beso será aquel por el que medirás los demás besos de tu vida”, dice el personaje interpretado por Anthony Hopkins… ahí es nada―; veranos con tardes en los porches y via- jes de tres en una bicicleta; bailongos con el fondo de “Let´s twist again” y los Beach Boys por la radio, apenas tres años antes de que monopolizaran las ondas noticias sobre “la pri- mera guerra que perderían los Estados Unidos”. Aunque se trata de una adaptación bastante fiel del relato, la aparición en la vida del muchacho Bobby Garfield de un sesentón misterioso, con sombrero gastado y traje pardo de popelín (el coloso Anthony Hopkins), que llega como inquilino de la habitación que alquila la madre de Bobby en la segunda planta del hogar, y se convierte en el maestro fundamental del chico en literatura, en la narración de historias, y, sobre todo, en la figura paterna, en el referente que no ha conocido… Pese a tratarse de una fiel adaptación, decía, dos escenas de la película son cosecha del guionista, “puro Goldman”. Uno de sus mayores aciertos es haber limpiado en el guión los elementos fantásticos del relato. El personaje de Anthony Hopkins tiene dotes adivina- torias por las que le persigue un grupo de hombres, pero solo se apunta, mediante un re- corte de periódico, que estos hampones que quieren darle caza puedan ser agentes del FBI ―llevados por la paranoia anticomunista de J. Edgar Hoover a reclutar videntes en su lucha contra “el enemigo rojo”―, en lugar de los extraterrestres con disfraz humano del original. Goldman siempre ha defendido el misterio de los personajes, tan fácil de arruinar con de- masiadas explicaciones. En la primera de las escenas marca del guionista, se justifica el título de la película (que pertenece a otro de los relatos del libro, sobre un adictivo juego de cartas universitario) con una conversación en el porche, entre Anthony Hopkins, Bobby y sus dos mejores ami- gos. Solo le escucha la chica, Carol, mientras los otros admiran un guante de béisbol. “Cuando eres joven, tienes muchos momentos de felicidad, y el mundo parece un lugar mágico… como debió de ser la Atlántida”. La medio abstracción de Hopkins al hablar, su tristeza pese a la luz y temperatura es- pléndidas de la tarde, hacen que Carol se levante y se ponga a jugar con los chavales. Aún con voz más debil, Hopkins dice para sí: “Luego crecemos, y nuestros corazones se rompen en dos”. (Pausa para mirar hacia arriba…) Termina la escena mientras se pone a tocar la armónica, apenas ha dicho la última palabra, y sus notas se llevan cualquier rastro de solemnidad, dejándonos con la mirada arriba. * * * Y si Goldman compartía con Bobby la necesidad de un padre que se fue demasiado pronto, puso en el guión otro recuerdo personal, también en boca de Anthony Hopkins: la tarde en que vio la última carrera de Bronko Nagurski, el legendario jugador de rugby. Una carrera a la altura de aquella otra del mensajero, a vida o muerte, llevando la noticia de la victoria griega en Maratón. Al menos así de importante fue para Goldman. Porque no se la contaron. La vio en vivo. Formó parte de ese público entre el que también se encontraban el padre de Bobby y el personaje de Anthony Hopkins. Bears contra Cardinals, los mayores rivales de Chicago. El monólogo del misterioso inquilino, recordando la tarde en que Na- gurski, seis años después de retirarse, volvió al campo como suplente del defensa y consi- guió una victoria que parecía imposible, es la historia que Goldman confiesa haber intentado escribir más veces. Nagurski levantándose del banquillo en el que creían que iba a pasar todo el partido, corriendo hacia la línea de los Cardinals... “Y sucedió el milagro, Bobby. Se le tiraban encima, intentaban detenerle. Pero nadie podía con él. El viejo Nagurski se arras- traba hacia la línea. Tu padre y yo vimos el milagro… cuando el viejo marcó”.