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William Goldman y los corazones en la Atlántida William Goldman fue mi primer referente literario sincero. Quitando la paja de grandes autores o clásicos que, realmente, no me habían interasado más que para hacerme el in- teresante ante los mayores: “¡Fíjate en este chaval, que ha leído a Boccaccio, y a Cormac McCarthy! ¡Menudo portento!”, William Goldman fue el primer guionista-novelista al que admiré de verdad. Por muchas razones: por la limpieza en su forma de narrar ―muestra gozosa de la anti retórica―; por su humor cabrón, como el picotazo de una avispa; por sentir, al leerlo, “un contagio humano, como si lo tuviese a mi lado”, que decía José Hierro; y, sobre todo, por su sinceridad confesional: el protagonista de su novela “The Colour of Light” es un joven escritor marcado por el sucidio de su padre. William Goldman encontró a su padre muerto, una tarde a la vuelta del instituto, cuando tenía 15 años. Otra de sus novelas, “Boys and Girls together”, también confesión ―esta vez genera- cional―, que según el propio Goldman cambió muchas cosas en su vida, se abre con la de- dicatoria: “To my father”. Conociendo de dónde venía el autor, tiene mucha más fuerza que cualquier posible variante, del tipo: “in loving memory of my father”. En aquellas tres pa- labras está todo. La primera vez que las leí, recordé el poema con el que Juan Miguel Lamet inauguró sus clases de guión (¡siempre las primeras veces!), un poema, no es casual, de José Hierro, en que alaba a Dios por tantas cosas, por haber inventado el silencio, y el chi- rrido de la chicharra, por el agua, el agua sobre todo, y también lo maldice por haber in- ventado a su padre “colgado de la rama de un olivo, poco después de recogerse la aceituna”; y cómo, cuando terminó la lectura, Juan Miguel nos miró y dijo: “Su padre se ahorcó”. En un mismo año se me juntaron dos maestros que, al hablarme de su vida en lo que escribían (Lamet nos leía páginas de su diario tan emocionantes y llenas de verdad como las mejores de Goldman), digo que, gracias a la sinceridad que ambos dejaron en letra im- presa, empecé a buscar, bueno, qué había de verdad en mí y en lo que quería escribir. Y es que una de las cosas más asombrosas de Lamet era su capacidad para distinguir la sinceridad de los desbarres retóricos en cualquier texto que tuviera delante. Distinguía, como el león Fernán Gómez en “El Abuelo”, el injerto de la mentira en la verdad y de la vi- llanía en la nobleza. Claro que ese “radar” solo lo podía dar una experiencia de tantos años como la suya, pero al ponerse uno a seguir sus pasos, creo que se iba haciendo con las pri- meras herramientas para acercarse a ese mágico discernimiento. Algo así me sucedió con “Corazones en la Atlántida”. * * * A William Goldman no le gusta lo que escribe. Lo ha repetido muchas veces, y a su brevísima lista de excepciones, “Dos hombres y un destino” y “La princesa prometida”, aña- dió en entrevistas más recientes la adaptación que hizo de “Corazones en la Atlántida”. Del conjunto de relatos que forman el libro de Stephen King, todos sobre las heridas de mil