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acólitos Sam Weller y Mr. Tupman, experimenta sobresaltos, engaños e incidentes muy si- milares a los que ocurrieron a los personajes en la novela original. En «Aventuras de Alicia en la cámara oscura», la protagonista del relato de Charles Lutwidge Dodgson vive una in- quietante experiencia al convertirse en el negativo de una placa fotográfica y, en «Las aven- turas del quinteto inacabado», el famoso detective y virtuoso violinista Sherlock Holmes coincide en el París fin de siècle con el español Sarasate para resolver el enigma de un ase- sinato que se produce en presencia de ambos. De manera que el moderno escritor español pone a prueba en su imitación el sugestivo decir descriptivo del costumbrista Dickens, la fantástica imaginación del profesor de Lógica que era capaz de ver «otra realidad» en el otro lado del espejo y la inteligencia inductiva del modélico narrador de novelas policíacas 16 . Si la asimilación de los modelos narrativos originales está realizada con envidiable ha- bilidad, un acierto análogo supone la imitación estilística. La expresión lingüística de las no- velitas supuestamente traducidas produce un efecto de aceptación por parte del lector que, acostumbrado a las versiones más difundida de la prosa narrativa inglesa, no duda en recibir los textos falsos como otras tantas traducciones de tres escritos redactados originalmente en inglés. Por supuesto, Rodríguez Santerbás ha acreditado su competencia como traductor de textos literarios ingleses, pero en el caso de estos tres pastiches la imitación del «estilo original» echa mano de las convenciones más acreditadas en la práctica de la traducción de la literatura inglesa: el empleo de abundante adjetivación que sugiere asociaciones valora- tivas, la frecuencia de expresiones coloquiales de uso respetable o la construcción sintáctica ornamentada con meandros subordinantes. Valga el párrafo de una de las tres novelitas como muestra de esta práctica imitativa: Hubo, al parecer, algunos pedantes y eruditos de tres al cuarto que se atrevieron a insinuar que Las tres gracias no habían nacido del pincel de Ru- bens, sino de la torpe brocha de un desmañado plagiario. Acaso porque tales maledicencias llegaron a oídos del donante, o quizás porque éste no lograra reponerse del catarro adquirido en la fatídica vigilia de Ringstone, el caso es que el estado de salud de Mr. Picwick se agravó repentina e inexorablemente, hasta el extremo de que, viéndose forzado a guardar cama y temiendo que aquella enfermedad pudiera llevarle a una inconsciencia definitiva, decidió hacer testamento , para lo cual encomendó a su mayordomo que requiriese la presencia de un honesto y escrupuloso abogado de la vecindad 17 . La novelita de 1987 Román y yo apunta también a los juegos del pastiche aunque de forma más sutil y disfrazada 18 . Se trata de una narración en primera persona que enuncia la niña protagonista para dar cuenta de lo que le ocurre en el curso de un verano vivido con su abuela ―autora de éxito de novelas rosa― en un pueblo marítimo. Allí, Alicia conoce a otros seres adultos y de su edad pero, singularmente al superviviente de una mordedura del conde Drácula, Román, del que se hace entrañable confidente y del que recibe el estigma que posee a la estirpe de vampiros a que dio origen el libro clásico de Bram Stoker; algunos pasajes de Román y yo recuerdan situaciones de Peter Pan mientras que otros funcionan como sar- cástica alusión a las narraciones amorosas de una popular escritora asturiana de hace pocos años. La desazón que suscita la presencia de lo irreal, gracias a la limpidez del tono narrativo de este relato, toma cuerpo en las consideraciones que se va haciendo a sí misma la niña protagonista, como en esta que cierra la novela: 16 . J. Vallés Calatrava incluye «Las aventuras del quinteto inacabado» en su relación de novelas policiacas españolas (La novela criminal española, Granada, 1991). 17 . «El último viaje de Mr. Pickwick» en Pickwick, Alicia y Holmes..., p.73. 18 . No pueden faltar los guiños culturalistas como la dedicatoria del libro -«Para Phocas cuando aprenda a leer»- que, con independencia del apelativo del niño a que se encamina, evoca el nombre del personaje inventado por el novelista decadente francés Jean Lorrain y que Rubén Darío retomaría en el soneto «A Phocás el campesino» de sus Cantos de vida y esperanza.