jeres eternas, sus hombres perecederos…), nunca deja indiferente al espectador; al contra-
rio, lo sumerge (hasta la cintura, para que no se ahogue) en un mar de dudas acerca de la
importancia que hasta ese momento se había concedido a sí mismo.
Es él y, pese a las aproximaciones expresionistas que se han llevado a cabo para tratar
de ponerlo en el Olimpo, no se parece a ningún otro dios. Con su sintaxis llena de elipsis.
–Bien. El tiempo. Nos debemos ver ya…
¿Urgía así Toro Sentado al coronel Nelson Miles a mantener una reunión para establecer
las bases de una paz duradera entre las partes en litigio, un mes después de haber humillado
a las tropas al mando del famoso “general” Custertauromaquia en la no menos célebre ba-
talla de Little Big Horn?