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mi trabajo, poniendo en él todo mi empeño. A las diez salí a tomar un café. Ella seguía sen- tada en uno de los sillones del recibidor, con el niño dormido sobre sus piernas. No moles- taba, y no quise decirle nada. Desde la ventana se veían los tejados blancos, y el cielo que parecía a punto de des- plomarse sobre ellos. Era una fría mañana de invierno, con una incipiente nevada que ame- nazaba en hacerse copiosa. En el edificio la temperatura era confortable. Cuando regresé de tomar café la mujer seguía allí. No hizo ningún ademán de dirigirse a mí, y se lo agradecí. No es agradable darle con la puerta en las narices a nadie. Cerré la puerta de mi despacho, y trabajé concentrado más de tres horas, revisando papeles, firmando expedientes, poniendo al día asuntos que estaban por resolver. Miré de nuevo por los ventanales. Las nubes parecían rozar ya los aleros de los tejados, y el aire hacía volar los copos de nieve de un lugar a otro. El agua nieve le imprimía pince- ladas grises a la mañana. Debía de hacer un frío tremendo. El suelo, las aceras, empezaban a estar impracticables. Pensé que para ese clima se necesitaba un buen abrigo. Por un ins- tante me olvidé de mis asuntos laborales. Sin saber por qué, me sentí invadido por sensa- ciones olvidadas, por una extraña añoranza de otros tiempos. Recordé los libros de aventuras leídos en la adolescencia, y los años de estudio en la universidad. En esos años había sentido alguna inclinación por el Arte y la Música, aunque me decanté finalmente por la carrera de leyes. Ciertamente, nunca me había arrepentido. Ni siquiera me acordaba a menudo de ello. Eran idealismos de juventud, evocados por la nieve. Hablé con mi mujer por teléfono. A la una del mediodía, teniendo que actualizar algunos documentos, decidí consultar con un colega en otro despacho. Salí, de nuevo, a la sala de espera, ya que desde allí se accede a todas las dependencias. Atónito, me topé de nuevo con la figura de la mujer sentada en el sillón. ¡No se había ido todavía! No hizo ningún ademán al verme, ni siquiera levantó los ojos más allá de lo que estaba haciendo. Podría decirse que yo ya no existía para ella. El niño se había despertado y miraba atentamente a su madre. Ella había extendido sobre sus rodillas un pañuelo blanco, y colocado encima unos trozos de pan, junto con alguna otra cosa, que iba partiendo en cachitos pequeños, de forma ordenada. Pulcramente, se lo iban comiendo los dos, en silencio, sin dejar que se cayera nada al suelo, como si no quisie- ran mancharlo. Tuve la certeza de haber visto una escena semejante en otro momento de mi vida… en algún lugar de mi subconsciente… ¡Lo había visto en un cuadro! Era la luz que los envolvía, el resplandor de sus miradas, la dignidad de sus gestos. Quizás me recordaba la belleza de los rostros del Tondo Doni, de Miguel Ángel; la Virgen de las Rocas, de Leonardo Da Vinci; la ternura de La Virgen de la Silla, de Rafael. En cualquier caso, era algo que habían sabido ver esos grandes pintores, una espiritualidad que yo había olvidado, pero que estaba reco- nociendo en esa mujer y ese niño. Confuso, pasé en silencio por su lado, dirigiéndome hacia el despacho donde aguardaba mi colega. Cuando regresé, ya no estaban. Se habían marchado. Recuerdo el día de enero, intensamente frío. Montserrat Díaz Miguel