Nuestra ciudad / Enero
No sé cómo pudo acceder esa mujer hasta mi despacho, cómo no le impidió el paso
el guardia de seguridad. Desde luego no funcionaron los filtros. De ninguna manera hubiera
debido entrar, cuando preguntó en la puerta por el negociado. Entiendo que tenemos una
conserje nueva, que desconoce los protocolos. Quizás le dio pena, con su aire medroso y
desconcertado, viendo además a un niño pequeño agarrado de su abrigo. Eso debió de ser:
una mujer sintió lástima de otra, y pensó que acaso se podría arreglar algo en mi despa-
cho.
Se lo dejé claro enseguida, en cuando eché un vistazo a los papeles, aunque casi no
necesitaba mirarlos. Soy un hombre experimentado. No había nada que hacer. El desahucio
estaba en marcha, la expropiación aprobada y en breve se iniciaría la demolición del edificio.
Tampoco es que se quejase demasiado. Musitó algo parecido a un “pero…”, y se calló
un momento. Yo se lo había dicho enseguida: “no puedo arreglarlo”. Luego ella había se-
guido diciendo: “Señor, pasa esto y lo otro…”. Y, ¿qué?, pensé yo. No me venga con mon-
sergas.
Eran una pobre mujer, humilde, menuda, la carita morena, con los rasgos distintos de
alguien que ha nacido en otras tierras, y un niño que parecía incapaz de reír o de llorar por
no molestar. Incitaban a la compasión. La empujé suavemente hacia la puerta y se dejó
llevar. “No se puede hacer nada”. Lo decía como un médico que explica el diagnóstico a su
paciente. Me di cuenta de que se le nublaban los ojos. No soy insensible. Pero no podía in-
vertir más tiempo en eso. En la mesa me aguardaba una gran pila de expedientes, que
debía ir sacando a lo largo de las horas, cosas complejas para las que se necesita un gran
conocimiento de las leyes, propiedades embargadas, sanciones… Se precisa inteligencia y
dedicación. Soy un profesional. Nadie duda de mi capacidad, de mi seriedad. Me considero
justo, respetuoso con las normas, aplico las leyes en todo caso, no me caben remordimien-
tos. Realizo este trabajo desde hace muchos años. Poseo méritos, soy jefe de sección y
puedo tomar decisiones. Pero no se puede actuar cuando ya está todo aprobado. Tampoco
dudo de que seguramente les habían engañado. Mas ya no estaba en mi mano. A lo mejor
hacía un año, o un mes, hubiera habido posibilidades. Pero ya no. Se me ocurrió que quizás
ella se hubiera presentado con anterioridad y no la hubiésemos recibido. Podía ser. Hasta
que esa conserje nueva la había dejado pasar.
Me miró con ojos de perro apaleado y gimió un poco. Fue mientras le acompañaba a
la puerta. La dejé sentada en los sillones de la sala de espera, entre mi despacho y el pasillo
que conduce a las escaleras y a la salida del edificio. Sobre la mesita de la sala tenemos
unas revistas. Pensé que necesitaba un momento para recuperarse.
Si eran las nueve de la mañana cuando había entrado en mi despacho, puedo asegurar
que no eran más de las nueve y diez cuando terminaba su consulta. Una serie de “noes”
seguidos le quitan la voluntad a cualquiera. Y más a una pobre mujer. Luego me sumí en