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enmarcado en una actitud casi de renuencia, con los bajos mojados tras el estertor de ani- mal. Se compuso los pantalones y se ciñó el cinto con tiento de garañón. Ni siquiera habían estipulado el precio con antelación. Ella permaneció de cara a la pared, con las bragas caídas a la virulé sobre los tobillos y la saliva endurecida por la laca de la deslealtad. Clavó los iris en un cuadro campestre que había quitado del salón el año pasado y notó las corvas flácidas tras la furia abstracta de los empellones. Un billete de veinte euros se posó en el recoveco de la mano y ella lo estrujó con rabia de inmediato, sin protestar por la cantidad ínfima con la que el hombre le tasaba la predisposición del cuerpo. Después el tipo abrió la puerta e ig- noró el chirrido de unas bisagras que necesitaban unas gotas de aceite siempre pospuestas. Hasta otra, y las palabras masculinas planearon hasta estrellarse con la realidad de los zapatos de invierno apilados en las estanterías, la claustrofobia del cuartucho vesánica, la sensación inicua. Mónica escuchó cómo el ascensor subía y bajaba. El ruido del motor se parecía al de una cosechadora, pero no había ninguna finca de mies que recolectar en los alrededores. Se limpió las partes pudendas con un pañuelo de papel que encontró en el bolso y pensó en el piso del segundo izquierda, donde su marido yacía impedido. Al principio se habían amado con la pomposidad alocada de la juventud, pero luego el día a día había minado la relación hasta derrocar al dios de la pasión. El accidente solo apuntilló la debilidad del amor y ense- guida, sin recurrir a aspavientos vanos, el absolutismo de la inercia arribó con crueldad de suevo. Con un barrunto de melancolía parapetado en las mejillas, recordó el tráfago tor- mentoso de su biografía y, con los ojos velados por la película de la perplejidad, recorrió el horizonte de trastos arrumbados que le acribillaban con preguntas sin respuesta. A la postre, se atusó la melena y bajó por las escaleras decidida a comprar unos filetes de lomo para la comida. Buenos días, doña Casilda, y al saludar en el zaguán a la vecina septuagenaria del cuarto percibió la modorra de la cerveza, el vigor de los músculos devorado por el ajetreo del coito, las bocinas de los coches empecinadas. La carnicería del barrio hervía atestada de clientas ornadas con moños decimonónicos. Un par de ellas le obsequiaron con dos holas de efusión fingida y Mónica comenzó a impa- cientarse por la longitud de la cola. Se mordisqueó los pellejos de las uñas y el color sanguino de la ternera se reflejó en el azogue del agobio. Un alud de nervios avanzó a toda pastilla por el sendero de las ingles y la baba engordó en la mandíbula con velocidad de plusmar- quista. Aún quedaban siete números por delante de ella y el dependiente bramaba con un chiste tosco acerca del cuarto trasero de un cordero. Entonces se escapó, confusa y ataran- tada, casi a la carrera por miedo a vomitar con la notoriedad detallada de la broma. Penetró en el bar como una exhalación y vio al camarero, apalancado en el cemento de la pereza, haciendo compañía a los pinchos de bonito en escabeche deslustrados por el manto de la monotonía. Cámbiame, y Mónica se acarició la suciedad de las yemas con displicencia, el retintín de la tragaperras macerado en una infructuosa traca final, el azar ahorcado entre racimos de uvas y dúos de cerezas de pacotilla. Jorge Saiz Mingo