Las yemas sucias
Lo de siempre, por favor, y el empleado puso los trescientos euros dentro de la libreta
verde de Mónica, la fila de jubilados con las mismas pretensiones que ella, el uno de junio
con ínfulas de primavera caprichosa.
Salió a la calle con el garbo propio de una mujer de cuarenta años, pero agarró el bolso
con más fuerza que de costumbre porque había oído en la radio que asaltaban a la gente
nada más salir del banco. Los sucesos cruentos en las páginas amarillas de los periódicos
hablaban de caderas rotas, tirones desnortados y motocicletas pérfidas. Atravesó la calzada
por el paso de cebra haciendo gala de la urbanidad aprendida en la adolescencia y entró en
el bar de enfrente. La tragaperras fulguraba en un rincón a la espera de la inocencia. Las
luces de la ilusión, efímeras, chispeaban con intermitencias y la ranura por donde desapa-
recían las monedas se difuminaba con una catarata de guiños cómplices. Se acercó a la fron-
tera de la barra y el camarero de gafas feas y cabeza batracia le miró con una pizca de
conmiseración. Se conocían de la infancia, de haber frecuentado la misma poza en un recodo
del río que ya no existía, de corretear por un patio de colegio repleto de chiquilines con fle-
quillos indomables.
Dame veinte, y Mónica dejó un billete de cincuenta euros sobre el cristal que protegía
la tortilla de patata, las manchas de los vasos atentas al beneplácito del lavavajillas, el espejo
triangular en la pared con reflejos femeninos de ocaso íntimo.
Recogió el botín de las monedas, dio dos pasos en dirección a la máquina y sacó un
paquete de cigarrillos del bolso. Se colocó uno en la punta de los labios, la excitación hin-
chada a conciencia por la bomba de la impaciencia, la calma del bar ajena a las turbulencias
de su imaginación. La llama trémula del mechero encendió el pitillo y zarandeó también las
vetas canelas de los ojos. Las sandias y los melones, prestos en la ruleta irisada, dieron la
bienvenida al primer euro dentro de la panza insondable de metal. Apoyaba la palma iz-
quierda en la cintura en un escorzo de profesora de tango y con la derecha manoseaba la
moneda hasta que era engullida por la avaricia angurrienta de la máquina. El runrún del
zumbido automático insistía con frecuencia atropellada, pasmándole el andamiaje del cere-
bro, sin permitir que el fuego del juego se extinguiera por la ristra de los méritos insuficien-
tes.
Dame treinta, y otros dos billetes se disiparon en la nebulosa de humo que rondaba la
escasez de parroquianos, las tráqueas de los bebedores cincuentonas, la diligencia de los
moscateles olvidada entre las cápsulas de plástico de las magdalenas.
Mónica pensó en los chinos. Había oído comentar que poseían un artilugio mágico con
el que descubrían las máquinas dispuestas a parir la recompensa más copiosa. En cierta
ocasión vio a un asiático de rostro augusto que, asemejado a un muñeco con un resorte de
muelle en la mano derecha, ganaba el premio extra. Le envidió, pero le olvidó de un plumazo
mientras el dinero del bolso menguaba a todo gas. La pensión de su marido casi no llegaba