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Anita estaba embarazada de nuevo, su quinto hijo. Había fiestas en Madrid otra vez, otra verbena, y él, el indiano, estaba de nuevo de viaje, ya de vuelta, en la corbeta de hélice María de Molina, en un viaje que esta vez sería mucho más corto, aprovechando que los barcos de vapor de la Compañía Trasatlántica atravesaban el canal de Suez, inaugurado años antes, y evitaban los peligros y la ruta larguísima del Cabo de Hornos. Anita estaba contenta, esa noche acudió con su hermana a la verbena y se puso el mantón de Manila que él la regaló cuando se hicieron novios, aquellas flores maravillosas guardadas con esmero entre papel de seda volvieron a brillar como la primera vez. Las her- manas se pasearon cogidas del brazo, abandonadas durante un rato las obligaciones do- mésticas, los hijos, las cuitas cotidianas. Tomaron churros en San Ginés y entre el jolgorio, el calor y el gentío Anita no advirtió que una mano hábil le robaba el mantón que había que- dado doblado sobre su silla. Cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Anita lloró la pérdida y sintió una congoja especial en su corazón que ni siquiera supo explicar a su hermana, que la consolaba diciendo que tenía más mantones como aquellos, que él, seguro la traería más, que no le diera tanta importancia. Pero Anita no podía dejar de llorar. La carta llegó con membrete negro de la Asociación de Empleados Mercantiles de Ma- drid y con ella otra de la Compañía Trasatlántica lamentando el tremendo suceso, lamentado la pavorosa pérdida, acompañando en el sentimiento por tan terrible ausencia. El indiano había embarcado en Cavite ya enfermo, atacado por unas fiebres, y no había superado el viaje. Había fallecido a la altura de las islas Hawaianas y su cuerpo arrojado a ese océano que había surcado tantas veces. Con las cartas llegaron unos baúles con sus pertenencias y con algunas mercaderías exóticas a las que Anita ya estaba acostumbrada, pero entre ellas encontró otro mantón de Manila, bordado al realce en sedas de vivos colores, con unas flores tan exquisitas que pa- recían de verdad, un paraíso hecho realidad. Esther Pardiña s