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no veía con buenos ojos esos esparcimientos en las mujeres, pero que durante una hora o un par de ellas llenaba con creces la oscuridad de la noche en la estancia más caliente de la casa. Un mundo de suspiros nostálgicos, felices guiños o cataratas de lágrimas, porque allí, en esa cocina, se juntaban todas las mujeres de la casa, y la cocinera lloriqueaba entre pu- chero y puchero, y la criadita que servía para todo tenía que tener cuidado de no dejarse llevar demasiado por lo que le ocurría a la protagonista de la historia y quemar con la plancha incandescente la ropa blanca, o peor aún las puñetas de encaje de bolillos del secretario del escribano de la Audiencia, el padre de las muchachas. Con Los Misterios de Udolfo hasta habían pasado miedo, un miedo delicioso que había convertido en una aventura el largo re- corrido por el pasillo oscuro de la cocina a los salones de la casa. Anita había conocido al indiano en una verbena que festejaba el 25 cumpleaños de la reina Isabel. El pasaje de Herrerías hasta llegar a la plaza bullía de animación. Un poco más lejos, en el palacio de Oriente, las luminarias embellecían la noche y los jardines, y los ca- rruajes de ministros y personalidades llegaban uno tras otro, derrochando lujo. En la Plaza Mayor se divertía el pueblo, entre músicas y jolgorios, barquilleros, churre- ros, se bailaba, se reía y se bebía aguamiel, horchata y otras bebidas que se callaban, como el ajenjo. Anita se paseaba aquel día por allí, con su hermana y el eterno novio lechero, disfru- tando de la libertad de aquella noche que la alejaba de su infancia y un poco de la actitud decente que debía procurar toda mujer, ya tenía 15 años, ya era una señorita. Pero era una señorita de sonrisa alegre, de ojos brillantes por la fiesta, de bucles negros marcados en las sienes durante horas con papelillos rizados, que caían sobre sus hombros, remarcando su carita risueña, agraciada, inocente. Pararon a tomar una horchata y allí estaba él, todo un caballero, de tez morena, si hasta llevaba un bastón con empuñadura de marfil. Se acercó al trío y ella le dio la espalda, pegándose más a su hermana, roja de vergüenza y placer al mismo tiempo, el novio lechero aún no se había percatado de nada. De aquella verbena al regalo del mantón pasaron algunos meses: billetes de amor con violetas prendidas, perfumados con agua de Álvarez Gómez los de ella, con agua de lavanda los de él. Encuentros furtivos en la iglesia de los Jerónimos, y de visitas al pasaje del Ca- ballero de Gracia, donde estaba la tienda de él, hecha de anaqueles de nogal, llena de los olores de las especias, de telas, de Cristos dolientes y niños de marfil, de chapines bordados y mantones, de peinetas de carey, de cajas de madera preciosa y cajas de tabaco fino, allí, en aquel lugar el comerciante de la Compañía de las Filipinas le confirmó su amor. Aquella tienda resumía ante Anita una vida plena con la que nunca había soñado y que la cautivó. Anita se casó en la misma capilla del Caballero de Gracia, muy cerquita de la que ahora era también su tienda, y su casa. Encima del comercio viviría Anita en una casa desahogada, llena de armarios con luna y de alcobas con cortinas adamascadas, con el marido indiano y su suegro, que ya era viudo y ayudaba a regentar la tienda de su hijo. Cuando Anita quedó encinta partió su marido hacia el puerto de Pasajes, para embar- carse rumbo a las Filipinas en un viaje que duraría cuatro meses y medio, en un barco de vapor de la Compañía Trasatlántica. España perdía poco a poco sus dominios y la otrora es- plendida Compañía de las Indias había terminado por desaparecer, poco a poco. Pero aún los comerciantes continuaban sus viajes y obtenían pingües beneficios de sus transacciones. La vida de Anita se convirtió en espera, esperar al marido que podía tardar hasta año y medio en volver, esperar a que sus embarazos, entre viaje y viaje del indiano, llegaran a buen término, esperar a que fueran bien los negocios, esperar buenas noticias del Banco Español de San Fernando pese a las vicisitudes políticas, esperar las cartas de él, que llega- ban amarillas, en sobres abultados, dando cuenta de una vida extraña, impensable entre los muebles oscuros y pesados de aquellas estancias, y que ella nunca llegaría a conocer, esperar cada noche a que su suegro cerrara la tienda y subiera paso a paso las escaleras, y que sus hijos pequeños corrieran hacía él: abuelo, abuelo cuéntanos más cosas de nuestro padre…