nido. La podemos imaginar oyendo y, en
sus juegos escénicos, nos pide que oiga-
mos. Y por eso y para eso traduce, trai-
ciona y, en la ironía, nos hace conscientes
de nuestra dificultad para la escucha.
La tecnosfera sonora es volátil y las
obras de Mayte son ataúdes más o menos
gratos y curiosos en los que se aguarda el
resucitar de la escucha como momento de
excepción. Me pregunto: ¿quién, en el
juego de la instalación que hemos visto,
escuchando una vieja máquina, es capaz
desvelar su nombre y con él toda la cons-
telación de miedos, esperanzas y deseos
que generó en su vida de artefacto útil? No
es un concurso. No vale con decir molinillo
o curtidora. Hay que visionar el cielo poé-
tico de la tecnología agostada. ¿Imposible
ya? No es país para niños, ni para viejos ¿Y
si ya no hay nadie que recuerde? ¿Y si
nadie completa el recorrido en el juego? ¿Y
si, aún acertando, nadie entiende ya y hay
que dejar paso a los historiadores con sus
instrumentos forenses?
No obstante, hay otras respuestas y
“Onda B” (del sonido de beldadora) de Mayte Santamaría
cabe la sonrisa. La artista en su Agosteros
de sonidos empolvados no pretende solo
tomar notas folclóricas o forenses. Mayte Santamaría, dijimos, desbroza con la práctica de
la ironía sendas en el bosque de los sonidos sin nombre. Busca emparejamientos sorpresivos.
Como una niña que,
tras la catástrofe
nuclear, encuentra
las viejas tecnolo-
gías de los adultos
ausentes,
Mayte
teje bufandas con la
cinta de una casete,
practica la escritura
automática con una
criba y la reubica
como pandereta en
la Factory de War-
hol. La violencia
contextual, ahora
aquí visible, quiere
dar salida a la emo-
ción que nos em-
barga al preguntar
quién
recuerda
acaso. Los Clash
golpean sus guita-
rras
en el centro de
Cinta casete “Boinas y calcetines” de Mayte Santamaría
la era y la crudeza