leía con especial delectación un comic titulado “Hazañas Bélicas”, era americano y natural-
mente los buenos eran los aliados y principalmente los soldados venidos de Norteamérica a
los escenarios de la guerra europea. Pero yo había aprendido a sospechar de los que narran
las historias (y la historia) y muchas veces me ponía de lado de los perdedores fuesen los
indios, los alemanes o los ladrones. Bien es cierto que en aquellas historias bélicas nunca
aparecían los campos de concentración y las otras espeluznantes hazañas de los nazis en la
retaguardia. La imagen en cuestión que me asaltó desde las páginas de ese libro es bastante
conocida: un soldado alemán, perfectamente equipado, está apuntando con un rifle a menos
de dos metros de distancia a una mujer que abraza a un bebé tratando de protegerlo. Si bo-
rramos la imagen de la mujer con su criatura podríamos pensar que el soldado está ejerci-
tando su puntería frente a una diana, y si le quitamos además el uniforme, podría ser yo
mismo tirando en la feria con la escopeta de aire comprimido, pero todos sabemos lo que va
a pasar, los que están en la foto y nosotros: no hay salvación, solo dolor, injusticia y muerte.
Escuchar las noticias, contemplar imágenes del mundo real o simplemente vivir significa en-
frentarse con estas realidades con una frecuencia que solo depende de nuestra suerte, ¿me
entendéis ahora un poco, amigos creyentes? ¿no creéis que la eternidad se le va a quedar
corta a vuestro Dios omnipotente, providente y bondadoso, para explicar este dolor injusto
innecesariamente esparcido por el mundo?.
También ante el dolor podemos intentar una actitud condescendiente, al fin y al cabo
el dolor lo detectan las mismas terminales del placer y muchas veces nos sirve de aviso y
prevención de males mayores. Podemos y debemos asumir, por ejemplo, el dolor por la de-
saparición de los seres queridos; no nos queda otra. Y nosotros también tenemos que de-
saparecer; ninguna de las formas que conocemos del Universo es eterna y nacer significa
tener que morir en algún momento. Pero ¿hay alguna necesidad de sumar a este hecho el
dolor inútil de un enfermo terminal o el dolor injusto y aberrante de la tortura, la violación
y el maltrato?
Seamos justos (no quiero irritar al dios de la fortuna), he disfrutado en esta vida de
cosas excelentes: el calor de la amistad y del amor, la belleza de la solidaridad humana, el
éxtasis de la música y de la naturaleza, la calma y la serenidad de algunos momentos. Podría
pensar que hay un Gran Dios detrás de todo esto, pero ¿qué hacemos con la otra cara de la
moneda?; ignorarla podría ser una opción si no tuviésemos que toparnos con ella inevita-
blemente, cultivar la apatía, volverse indiferente, también podría serlo, pero corremos el pe-
ligro de arrojar el niño con el agua sucia, porque ¿acaso merece la pena una vida sin
sentimientos?. También queda otra opción, la más peligrosa de todas: extirparnos las dudas
del cerebro, integrarnos en las manadas de creyentes fanáticos dirigidos por predicadores
flamígeros, inventores de dogmas y certezas absolutas, poner nuestra esperanza fuera de
este mundo y fuera de nosotros mismos. La creencia fanática no precisa explicaciones, la
esperanza desmesurada e irracional evita el esfuerzo y la lucha por las modestas pero im-
portantes esperanzas que los humanos debiéramos hacer posibles. Por ejemplo: una vida
digna y una muerte (¡al menos una muerte!) también digna. Y eso significa, entre otras
cosas, una muerte alejada de los carroñeros del dolor que todavía hoy pretenden adminis-
trarla.
Luis Orozco