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El dolor y la muerte Observada con un mínimo de empatía, cualquier muerte es triste, pero hay además muertes que son injustas. La naturaleza prospera devorándose, dijo alguien. Miles de millones de larvas, alevines y crías de distintas especies sirven de alimento a todas las demás; la muerte de unos permite la vida de otros, incluso cuando es resultado de una extinción natural; hay que dejar sitio y nutrientes para la próxima generación. El ser humano puede comprender esto, aunque le duela, y adoptar ante la muerte una actitud digna y filosófica, pero ¿cómo entender el dolor y la injusticia añadidos a este acontecimiento inevitable? Estoy cenando después del curro: un par de huevos con chorizo y un vino recio y hu- milde. En este momento no le pido más a la vida. Estoy mirando la televisión (un pequeño aparato “Zhenit”, de color blanco, que he comprado hace poco), no le hago mucho caso. De pronto aparece en la pantalla un chaval de unos trece años con un rostro lleno de alarma y tristeza. Escucho su mensaje: “Estoy enfermo, los médicos me han dicho que si no encuen- tran en menos de un mes un corazón compatible me voy a morir”. Cierro los puños y digo muy despacio: “Me cago en Dios” ¿Y porqué blasfemo si soy ateo? No, no quiero ofender a los creyentes y menos aún a cualquier Dios que sea posible, pero me enseñaron a identificar a ese Dios como un ser to- dopoderoso, cumbre de la bondad y la justicia, un Dios que tenía un plan para todo lo que había creado previamente, así que, en último término, todo estaba bien y era agradable a su vista, y debería serlo también a la nuestra, porque al final resplandecería el amor, la jus- ticia y la felicidad. Yo lo creí, naturalmente, era un niño y la idea era tremendamente con- soladora, pero luego me topé con la injusticia del dolor causado inútilmente a seres inocentes, dolor inmenso, irreparable, sin contrapartida, sin explicación. No está mal dejar a un ser asomar a la consciencia, enseñarle las promesas de la vida para luego condenarle a muerte; es refinado, casi artístico. Pero hay algo más, ¡mucho más! A la tortura infringida por la naturaleza (¡la madre naturaleza!) se suma la tortura fabricada por nuestros seme- jantes. En una de esas dictaduras del cono sur americano, tan cristianas ellas, promovidas y financiadas por el campeón mundial de las libertades y primera democracia del mundo, un preso se resiste a hablar a pesar de las torturas más refinadas y crueles; trajeron a su hijo, un preadolescente, para torturarle en su presencia, su hijo gritaba desgarradoramente: “no le hagan más daño a mi papa” y el papá no habló… hasta que comenzaron a torturar a su propio hijo. ¿Acaso hubo algún ser todopoderoso contemplando aquella escena? Pero la virginidad de mi fe se rompió bastante antes de conocer esta historia. Fue con una fotografía de un libro sobre la 2ª Guerra Mundial y sucedió durante mi adolescencia. Durante la infancia me gustaba mucho jugar con todo lo que tuviera que ver con armas, pe- leas y batallas, me atraía especialmente el tema de la 2ª Guerra Mundial, conocía todo el armamento de ambos bandos: aviones, vehículos blindados, cañones y armas de infantería;