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instituciones) apelando a las emociones y despreciando el valor de los hechos. Las redes so- ciales se han convertido en el medio más común para la difusión de noticias falsas, pero quienes las conciben son personas de carne y hueso que persiguen objetivos premeditados. Y lo hacen a través de algoritmos que repiten sin descanso la consigna marcada: la condición de forastero de Barack Obama, la homosexualidad de Emmanuel Macron o el oscurantismo de la democracia española frente al desafío catalán al imperio de la ley. Poco importa el pre- texto si puede servir para cambiar el signo de unas elecciones o brindarnos la llave del poder El lenguaje no es inocente: los asesores del presidente Trump acuñaron la expresión «hechos alternativos» para dotar de legitimidad semántica a la mentira. La Rusia de Putin promueve la confusión masiva en las redes, pero se escuda en el término «fake news» para desacreditar a quienes denuncian sus métodos. Ahora, un grupo de expertos auspiciado por la Comisión Europea (el «High Level Expert Group on Fake News» o HLEG) aboga por hablar de «desinformación» en detrimento del escurridizo «fake news». La desinformación abarcaría cualquier tipo de información falsa, imprecisa o engañosa dirigida a causar un daño a la co- lectividad o a generar réditos económicos. El informe del comité de expertos esboza las líneas maestras sobre las que la UE hará frente al fenómeno de la desinformación. Pero, ¿debe Europa legislar para frenar el avance de la posverdad? Y si ese fuera el caso, ¿cómo hacerlo sin afectar a los derechos y libertades que nos definen como europeos: la libertad de expresión, el derecho a la información o la libertad de prensa? La respuesta no es fácil ni unívoca. El grupo HLEG desaconseja legislar en el corto plazo y opta por fomentar un marco de autorregulación acordado entre los principales interesados: las plataformas de internet, los medios de comunicación, la industria de la publicidad y los «fact-checkers» (periodistas u organizaciones sin ánimo de lucro encargados de contrastar noticias dudosas). El pasado 26 de abril, la Comisión Europea recogió el testigo del HLEG y anunció me- didas inminentes. La Comisión da a las plataformas hasta octubre de 2018 para poner en marcha un código de buenas prácticas que persiga, entre otros, los siguientes objetivos: 1) la identificación de las noticias publicadas a cambio de un precio –con especial énfasis en la propaganda política– y la restricción de la publicidad como vía de financiación para quienes difunden campañas de desinformación; 2) una mayor transparencia de los algoritmos que permita a terceros independientes comprobar que no responden a sesgos ideológicos; 3) el cierre de perfiles falsos y la persecución de los denominados «bots»: algoritmos robotizados que ayudan a posicionar determinadas noticias sobre otras; 4) las plataformas deberán tam- bién sugerir a sus usuarios fuentes de información que ofrezcan puntos de vista diversos a fin de mitigar el sectarismo. Se trata, en suma, de rastrear y controlar el origen de la desin- formación, sus vías de financiación y los protocolos seguidos para su difusión. La Comisión promoverá, además, una red europea de verificadores de hechos que fa- cilite el intercambio de experiencias nacionales, programas educativos dirigidos a cultivar el espíritu crítico en las redes (anunciándose una «semana europea de la alfabetización me- diática») y medidas de apoyo a los Estados Miembros para fortalecer sus procesos electo- rales frente a unos ciberataques cada vez más sofisticados. Todo ello en el marco de una estrategia coordinada entre la Unión y los gobiernos de los 28 para rebatir falsas narrativas sobre Europa y proteger el ecosistema europeo de medios de prensa (ese «periodismo des- pierto capaz de dirigir el interés de las mayorías hacia temas relevantes para la formación de la opinión política», al que apelaba Jürgen Habermas en una entrevista reciente concedida a un medio español). Europa se posiciona así frente a las «fake news» y se da de margen hasta diciembre de 2018 para decidir si la autorregulación es suficiente. Entretanto, la contienda contra la desinformación debe librarse también desde la sociedad civil: es nuestra responsabilidad como ciudadanos ejercer la libertad de expresión con audacia para contrarrestar el poder expansivo de la mentira –tantas veces prestigiado por modas o corrientes de opinión–, y abordar con escepticismo los juicios sumarísimos a la democracia representativa. Porque, como advirtió Edgar Allan Poe, la manipulación de la realidad para halagar al público o re- forzar sus prejuicios resulta mucho más eficaz que informar con rigor sobre una actualidad