tenemos los párpados cerrados. A su manera,
intentaba dar cuenta, “documentar” algo que es, a
su modo, una manifestación inobjetable de la
realidad.
Por circulación, popularidad y reconocimiento, el
cine experimental y el documental siempre han
sido categorías subsidiarias de la ficción, que
habiendo abonado y cosechado el terreno del
negocio y el entertainment, hizo uso y abuso de la
fractura ontológica entre el registro de lo real y la
ficción. Una cosa que me hizo pensar en la magnitud de esa fractura fue cuando un colega crítico y
programador me manifestaba con enjundia su
descontento ante la fascinación que provocaban en
muchos críticos distintas series de televisión de
ficción. Sin hablar de ninguna en particular, me
decía que lo que más le molestaba de la hegemonía
de la tradición narrativa institucionalizada que las
series encarnan, y que de un tiempo a esta parte se
ha vuelto aun más modélica, era que en una
tradición de ese tipo era impensable la aparición de
un cineasta como, por ejemplo, Artavazd Peleshyan. No se trataba pues de una cuestión de
jerarquía, sino simplemente que ambas propuestas
eran inconmensurables entre sí. Es decir, lo que
molestaba a mi colega era que la hegemonía y la
fanatización por una hacía peligrar la subsistencia
y las posibilidades de existencia de la otra.
Volviendo a Leviathan, hay más de un plano que,
visto en soledad, permite imaginar que fue saqueado de YouTube. Lo que quiero decir con esto es
que stricto sensu no se parecen tanto entre sí
formalmente, no buscan un orden estético que
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cómodamente los ampara, pero la organización y
la textura de la imagen comprimen el material en
un sólo bloque extenso de inmersiones diversas,
regurgitaciones, deslices y traqueteos, que le dan
una identidad absoluta. Si se tratara de identificar
cada punto de vista, la película podría inaugurar
una interminable secuencia de preguntas y
respuestas sobre puntos de vista inusuales,
inhumanos e incluso, llevando su cita bíblica
inicial al lugar más exagerado, podría ser la película sobre el punto de vista de Dios en el mundo
moderno y sobre la cubierta de un barco. Afortunadamente la sugerencia bíblica del monstruo marino
queda al comienzo como una sugerencia o una
sugestión narrativa, donde el terrorífico Leviathan
es el mismísimo pulso caótico y terrorífico de la
oscura noche marina en ese barco.
Cuando un plano con la cámara a ras del suelo,
contrapicado, nos enseña la sangre y los peces en la
cubierta, para luego continuar con las escotillas
escupiendo sangre y mugre, para después ser
literalmente sumergidos en el océano, no se puede
menos que sentir la dislocación del contrato que
todo documental establece con su espectador. Eso
es lo real, pero de un orden de percepción que
sugiere incluso otro orden de conciencia para
nosotros.
Podríamos evocar dado el caso un pez, una raya,
un pescador, una gaviota o el agua del mar. Si hay
algo que a lo largo de la película constituye una
impronta autónoma es el trabajo del sonido, que
construye un contexto fuera de campo y una amplitud espacial tales que despejan para la imagen