Cinéfilo 16 - Marzo 2014 | Page 40

transformarlos. Eso supone también la posibilidad de crear un mundo donde la guerra es una realidad. Así, Miyazaki cuenta la historia agridulce de Jiro, alternando la belleza con lo terrible. A lo largo de la película se repite una frase hermosa de Paul Valéry, motivo guía de Jiro/Miyazaki: “El viento se eleva. Hay que intentar vivir”. Ésta sería la última película del cineasta japonés. Gracias, Hayao Miyazaki. La batalla secreta Un amigo me dice durante el festival que en el cine contemporáneo se libra una especie de batalla secreta en torno a la duración y la velocidad de los planos. Si uno piensa en el cine que más se consume y generaliza un poco (aunque sin exagerar mucho) uno de sus rasgos distintivos es la rapidez con la que se suceden los planos, el proverbial bombardeo de imágenes y sonidos. Lo que se ha perdido en ese cine es la posibilidad de contemplar, recorrer el plano con la vista, asumir el paso del tiempo en la imagen como una experiencia y un recurso dramático. Hay otro cine que milita por ese potencial olvidado y es uno de los estandartes de FICUNAM. Un miembro de la resistencia sería el rumano Corneliu Porumboiu (Bucarest 12:08; Policía, Adjetivo), que en la primera secuencia de Cuando la noche cae sobre Bucarest o Metabolismo hace una declaración de principios. En un solo plano, sin cortes, vemos desde el asiento trasero de un auto la conversación de un hombre y una mujer. El que habla más bien es el hombre, director de cine, que explica que un rollo de película de 35mm puede filmar hasta 11 minutos sin cortar y dice que eso determina nuestra forma de ver y pensar lo que vemos, nuestra noción de realismo. Lo más interesante es cómo esta reflexión no se agota en el cine sino que se puede ver como un ejemplo de cómo los medios, las herramientas, las formas tienen un papel crucial en los resultados. Y eso funciona como un filtro por el que se puede ver la construcción misma de la película, como también la historia de la relación que establecen el hombre y la mujer, y también esos momentos que parecen no tener incidencia en la historia. Visto desde la óptica que propone Porumboiu, la charla lánguida en una única toma que tienen los protagonistas sobre qué tipo de comida es más sofisticada (la europea, la china, la árabe), pasa de ser un tiempo muerto a ser una charla ingeniosa y memorable. El maestro taiwanés Tsai Ming-Liang (El río; La nube errante) extrema el uso del plano secuencia en Viaje al Oeste, que consiste en un puñado o dos 38 de planos a lo largo de 50 minutos. Vemos transitar a un monje budista que camina como en cámara lenta, a paso de caracol, mientras a su alrededor la ciudad francesa de Marsella se mueve a su ritmo metropolitano. Al recorrido del monje se le suma un hombre no identificado, interpretado por Denis Lavant (Holy motors; Bella tarea), que imita el andar del oriental. El camino de estos hombres a través de las imágenes se ubica entonces en el polo opuesto de la híper-velocidad del cine industrial y es un verdadero ejercicio de contemplación. La película puede resultar hermosa por momentos, como por ejemplo en ese plano en que el monje baja unas escaleras y podemos observar cómo con el paso del tiempo va cambiando la cualidad de la luz que entra por la boca del túnel por donde ingresó el personaje. En otros momentos la película puede resultar terriblemente tediosa. En el catálogo del festival se sugiere que la historia de los dos hombres, el francés y el taiwanés, es una metáfora y un contraste de la relación entre Occidente (cuna de la Razón) y Oriente (el mundo de la Espiritualidad). Antes de los créditos, con una placa de caracteres chinos blancos sobre fondo negro, Tsai proyecta una poesía que nos anima a “observar la existencia como un relámpago en una nube de verano”. Siguiendo alguna de estas pistas (la del catálogo, la del texto de Tsai) la película pierde interés. Cuando la mirada ya no puede descubrir nada en las imágenes, los planos se agotan en su concepto. Quiero decir, al pensar en Viaje al Oeste me pregunto lo siguiente: cuando la idea que rige sobre su puesta en escena se materializa y se hace patente tras discurrir en la pantalla, ¿queda mucho por ver? Creo que no. Si estoy en lo cierto la última película de Tsai Ming-Liang es, demasiado a menudo, poco más que una pieza conceptual. Muchos la van a adorar por su radicalidad y la maestría inusitada de Tsai para componer imágenes, y la van a llevar a su lado de la trinchera. Yo no la veo con tan buenos ojos. No quiero dejar de mencionar a Double Play, la película documental de Gabe Klinger que forma parte de la serie Cineastas de nuestro tiempo, que en esta ocasión aborda las carreras de dos cineastas que ocupan lugares muy distintos en la industria pero con varias similitudes a la hora de pensar el cine. Uno de ellos, el más joven y el más conocido, es Richard Linklater, el director de la saga de Antes de la medianoche; el otro es el viejo, figura oculta, reconocido en festivales, James Benning. El primero desde su segunda película filma en Hollywood, el segundo es casi el arquetipo del cineasta radical. Tiene por ejemplo un largo que se