Cinéfilo 16 - Marzo 2014 | Page 11

guir medicamentos alternativos. Las autoridades continúan persiguiéndolo y decomisando medicamentos. Entabla un juicio contra el Estado. Pierde el juicio. Su socio travesti —a esta altura un amigo— muere. Quiere vivir. Tal vez, también, quiere que otros vivan. Antes de los créditos unas letras blancas sobre la pantalla negra nos develan que Woodroof vivió algo asi como nueve años, o siete, en todo caso un poco más que un mes. Y si el film comienza y termina en el mismo lugar esto es porque Woodroof nunca abandonó su mundo. Es un film crudo Dallas Buyers Club, pero no tiene golpes bajos ni (casi) lugares comunes; si el deterioro físico de Woodroof es evidente y si su socio-amigo travesti muere y si las cosas se complican para conseguir fármacos por fuera de la industria y si el Estado le niega que pueda disponer de sus propias medicinas para su supervivencia, esto es porque no hay, no existía en ese momento, una cura para mantener a raya el virus y una legislación apropiada para tratar los casos individuales. Es también un film honesto, porque no intenta convercernos de nada, ni juega con las empatías, conmiserativas o no, ni juzga, ni se pone del lado de los débiles o desamparados o los que van a morir. Su director, Jean-Marc Vallée, no pertenece a la elite de los directores talentosos ni a la exclusiva cofradía de los directores cool y tampoco es un buen artesano de la Industria; tomó la historia y con un registro más o menos prolijo, más o menos desmañado, logró un film profundo y conmovedor por fuera de la búsqueda de la belleza y del esteticismo. Hay algo de inocente en su propuesta, algo del tipo “es todo lo que puedo hacer y lo he hecho de la mejor manera posible”; yo le creo, el film lo demuestra. Si exceptuamos a Jared Leto (Rayon, el amigo travesti de Woodroof) en un papel extraordinario aunque un tanto cercano a la sobreactuación de un personaje absolutamente a la deriva, lo que logra trasmitir Matthew McConaughey con su personaje es sencillamente fabuloso: no actúa de Ron Woodroof, lo es. Trabaja con el cuerpo, con los gestos, con la mirada, no abandona nunca ese tono vivencial de texano rudo y racista, bastante necio, bastante simplón, pero cambia imperceptiblemente, aprende a convivir con su enfermedad y con los otros, su evolución es la evolución del film. Y si en la primera escena lo vemos cogiendo de pie, casi vestido, con cualquiera de las mujeres que pasan por su vida, oculto en uno de los establos de la arena del rodeo, con un polvo blanco en su nariz y una mirada extraviada, mientras observa un jinete sobre un toro. Y si en la última escena lo vemos prepararse para salir a la arena del rodeo, sobre un toro, sin ninguna montura o protección, y la puerta se abre, y el toro comienza a corcovear y la imagen se congela con Woodroof batallando casi en el aire. Y si esto semeja un homenaje a la vida o al simple y categórico hecho de la rabia de vivir. Y si esto, por decir lo menos, emociona, ¿por qué no abandonarse a este recorrido finalista? El cowboy citadino Ron Woodroof sólo deseaba tener hijos, salir a bailar con su novia y montar un toro; sólo pudo lograr esto último, nadie se lamenta por esto. ██ 9