Ernesto era doce años mayor que yo, barrigón y bigotudo y antes de que mi mamá
muriera me repetía una y otra vez con su acento español, propio de Madrid que me
había conseguido al típico colombiano que tenía tres cerebros: uno para el trabajo, otro
para el licor y otro para las mujeres; quizás tenía razón. Del terminal de buses salimos
para la casa que era de mi mamá, donde desde recién nacida vivía mi tía Cecilia y que
sería desde entonces nuestro nuevo hogar. Subimos a pie empujando a mi tía por las
escaleras invisibles de La Candelaria, hasta llegar a una empinadísima casa colonial
habitada por una familia de fantasmas.
Ya se me quitó el frío, Ernesto, le dije segundos después de que me arropara con una
ruana que estaba a los pies de la cama y en medio del pánico que tenía y que me era
difícil ocultar, le dije: Apúrese que va a llegar tarde al trabajo otra vez; se levantó
lentamente y entró al baño. Cuando cerró la puerta no pude sostener más la máscara
que llevaba puesta y se me escurrieron las lágrimas, la debilidad que llevaba dentro
salió por la lágrima del ojo izquierdo, empapando la mejilla y desapareciendo antes de
llegar a la quijada y todo el terror que guardaba salió por el ojo derecho, tomándose su
tiempo se deslizó por la mejilla, se aposó en la quijada y finalmente cayó pesada,
densa sobre las sábanas. Acto seguido salió Ernesto impecable como de costumbre
con un cepillo en la mano, cerró la puerta de la pieza y empezó a peinarse, mirándose
en el pequeño espejo roto que colgaba de una puntilla detrás de la puerta.
Inmediatamente logró verme por el espejo y descubrió mi verdadera cara; pudo ver mi
angustia.
Juliana no me vaya a decir que volvió con el cuento de abril. Contuve el llanto, lo miré
fijamente y no pude evitar que de mi boca saliera un concreto y atemorizante: Sí.
Cogió su maletín, me dio la espalda y pude ver cómo la puerta se cerraba delante de
mí. Mija, venga a desayunar, pasé por la panadería y le traje su brazo de reina. Ya voy
mamá, no ve que hoy es primero, tengo que lavarme el pelo. Ay Dios, Juliana, vamos a
llegar tarde al entierro de su tía Cecilia, su papá ya está allá, por la Virgen del Carmen,
muévase que su tía le hala las patas esta noche. Una vez llegamos a la funeraria, el
ancho ocupaba media sala, en la esquina derecha las amigas del barrio charlaban y se
tomaban su habitual tinto frente al cuerpo tieso de la vaca, como ellas la llamaban de
cariño y en la esquina izquierda dos hombres tomaban cerveza, llorando a la que
decían era su mujer. Estos dos terminaron en tremenda riña por el amor de una mujer
que ya no estaba en ese mundo. Alcé la mirada terminado el rosario que rezaba por mi
tía cuando vi entrar a Ernesto con su maletín y un pequeño arreglo floral, entró directo
al cajón y lloró tres horas seguidas como un niño con remordimiento tras un castigo, se
levantó y salió corriendo. Había olvidado su maletín. Yo bien sabía que era algo muy
importante para él, lo levanté para alcanzar a entregárselo, pero en ese instante vi
unos papeles volando y cayendo lentamente al suelo planeando como si fuesen
plumas: eso me detuvo. De rodillas en el suelo analicé papel por papel y descubrí que
cada uno era una fotografía diferente. La primera era de mi mamá, después la de mi
papá, levanté la siguiente y era de mi tía. La última era la mía. Mija, ¿qué es eso? , me
preguntó mi tía Cecilia. Mi niña bonita, ¿y esas fotos?, replicó mi papá y luego aturdida
de preguntas dijo mi mamá, Juliana guarde eso que está distrayendo a todo el mundo.
Póngase a rezar. Llegué sola a la casa, bueno, a decir verdad no estaba tan sola. Me
acompañaba el misterio fotográfico dentro del maletín de Ernesto y la esperanza de
encontrarlo en casa para aclarar todo.
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