Blablerías Nº 19 - Octubre 2016 | Page 16

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por Inés Grimland

TU HISTORIA CUENTA

C

uando a los nueve años me

entregaro mi primer documento

de identidad y leí que había nacido en Bolivia, no entendí nada. Bolivia no figuraba en mi vocabulario.

Le pregunté a mi mamá y entonces supe que había nacido en Ucrania, pero tenía que guardar el secreto. Nadie tenía que enterarse porque era peligroso: me podían deportar. En mi casa, de algunas cosas no se hablaba, y menos delante de los chicos. Mi infancia fue apacible y casi feliz, pero mi hogar parecía siempre cubierto de un manto de melancolía. Las personas que venían de visita eran los “shifbriders”, hermanos de barco, que constituían la única familia que tenía la mayoría, ya que los que no habían logrado escapar de la guerra habían muerto.

Algunos traían un acordeón, un violín, fotos; a veces se cantaba; otras, se reía y, la mayoría de las veces, se lloraba. Los chicos escuchábamos sin escuchar y absorbíamos, de a poco, pedacitos de historia.

Cuando mi mamá ya tenía más de setenta y cinco años, empezó a escribir, y así fui conociendo, de a poco, las atrocidades que habían padecido. Supe del destierro de mis padres en Siberia, de la muerte allí de mi hermano Misha, del asesinato de toda la familia que había quedado en Varsovia a causa de los bombardeos nazis. Fueron muchos los años en que no pregunté y, cuando quise hacerlo, ya no tuve a quién preguntar. Los inmigrantes que llegaron a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial no tenían nada: ni familia ni dinero ni pertenencias. No sabían hablar castellano ni tenían trabajo, y muchos de ellos ni siquiera traían documentos de identidad. Era difícil conseguir vivienda en Argentina, y una de las opciones posibles fueron los conventillos, construcciones enormes alrededor de un patio, llenas de cuartitos y cuartitos en las que se apiñaban familias enteras que compartían baño y cocina. Otros con un poco más de suerte y algún amigo o pariente en el país pudieron alquilar un departamentito.

La vida era dura, pero estaban vivos. Se dieron dos situaciones emblemáticas: aquellos que se encerraron en su mundo para conservar a toda costa sus costumbres y cultura, y aquellos

que buscaron desesperadamente

mimetizarse con la sociedad

gentil (no judía). Algunas personas

que llegaron escapando de la

guerra hablaron de lo que había

pasado, pero la mayoría terminó callando porque nadie les creía. Las trataban de mentirosas y fabuladoras. ¿Quién en su sano juicio podía creer que hubieran sucedido semejantes atrocidades? Otras no hablaban porque se avergonzaban de estar vivas mientras toda su familia había muerto. También se abatía sobre ellas un manto de sospecha: ¿qué habían hecho para conservar la vida? Y hubo algunas que, inconscientemente, borraron totalmente lo sucedido para poder seguir viviendo. Otras no recordaban deliberadamente, aunque uno no siempre es dueño de lo que recuerda u olvida.

Pero los años pasaron y algo empezó a cambiar lentamente.

Narraciónón

as

Revalorización de las historias personales en el marco de los procesos colectivos

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