Blablerías Nº 18 - Julio 2016 | Page 13

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Cuento

amado desde que eran pequeños, cuando él era el protegido de su tío, que le enseñó a leer y a escribir. Pero ahora en su casa, en casa de los Aráoz, solo nombrar a los López era un pecado imperdonable. No sabía cuál había sido el motivo de la pelea entre las dos familias, pero lo cierto era que su amor parecía imposible: estaba absolutamente prohibido.

Lejos de las jóvenes, en el patio de los naranjos, Antón, el sirviente negrito de apenas ocho años, contemplaba, como siempre, extasiado, el jaulón de los pájaros, donde se mezclaba el canto de zorzales con el de los jilgueros y brillaban los copetes rojos de los cardenales.

—¡Niñas! —llamó doña Teresa— Vengan, que ha llegado la modista. Deben probarse los vestidos para la fiesta.

—¿Fiesta? ¿Qué fiesta? —preguntaron las dos al mismo tiempo.

—Ay, niñas... ¿En dónde han tenido la cabeza todo este tiempo? ¿Notaron, tal vez, que hay un congreso en la ciudad? —dijo irónica la señora mientras las jóvenes se miraron de reojo y sonrieron tapándose la boca con vergüenza—. Parece que mañana, por fin, van a declarar la Independencia, y Bernabé6 quiere hacer aquí en casa un baile por la noche. Además pasado mañana, el miércoles, habrá otro en la casa de los Laguna. ¿No han visto que el convento de Santo Domingo le prestó a Doña Francisca la araña de caireles para la sala de reuniones? Pues es para el baile. Sabemos que las sesiones son siempre de día.

María del Rosario, entusiasmada, saltó aplaudiendo. La idea de la Independencia la emocionaba, pero la realidad de su primer baile en sociedad, la colmaba de alegría.

Lucía, en cambio, estaba apagada como una vela. Con ademanes lentos se dejaba probar el vestido color carmesí y observaba, a través de la ventana del aposento, a Antón, que seguía con atención los movimientos de los pájaros enjaulados. “Así estamos Javier y yo”, pensó, “uno adentro y otro afuera de una jaula.”

Su tía, como todas las tías, había intentado varias veces quebrar el silencio de su sobrina con un “¿Qué te pasa, mi chiquita?”. Pero un repetido “Nada, tía, nada” fue la única respuesta obtenida. También como todas las tías, tenía la señora de Aráoz ese sexto sentido para descubrir la verdad: ella sabía que la tristeza de cualquier quinceañera debía tener nombre y apellido. Pero cuando por fin lo supo, cuando averiguó quién era el joven que desvelaba a su niña, debió callar: ni siquiera era posible intentar hablar con Bernabé, su marido, del asunto de los López. Y había decidido que solamente el tiempo podía curar ese mal.

Al día siguiente, desde muy temprano, el pueblo entero abandonó sus tareas para reunirse frente a la casa del Congreso. Niños y adultos, mujeres y hombres, esperaban la gran decisión. Desde las ocho de la mañana, los Congresales estaban deliberando.

Todos acudieron a la cita, menos doña Teresa, que iba y venía, nerviosa y agitada, dando órdenes para tener lista su casa para la celebración.

—Aurora, barre las alfombras y sacude los cortinados. Y cuando termines ve a comprar flores a la plaza. Falucho, revisa que no falten tachuelas en las sillas y prepara las guirnaldas que colocaremos en la puerta, que si los franciscanos lo hicieron, nosotros también. ¡Antón! Pero ¿dónde se habrá metido este niño?

La señora corrió a buscarlo. Lo encontró frente al jaulón, como siempre. Él no entendía qué estaba pasando en la casa; su ama, siempre tan dulce, tan tranquila, de pronto, ¿se había vuelto loca?

—Vamos, Antón, que te necesito. Hay que lustrar la platería; ven que te enseño.

Doña Teresa supervisaba las tareas, iba y venía, iba y venía. El tiempo pasaba. ¿Qué faltaba todavía?

Al Jardín de la República

Los Chalchaleros