Blablerías N°13 - Enero 2015 | Page 15

Peques

* 15

prenda—. Bien me habría gustado durar más tiempo, pero no hay que pedir imposibles.

Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (¡qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.

—¡Caramba, vaya sorpresa! ¡Y sorpresa agradable además! —dijo el papel—. Soy ahora — más fino que antes, y escribirán en mí. ¡Las cosas que van a escribir! Ésta sí que es una suerte fabulosa.

Y, en efecto, escribieron en él historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor índole, de las que hacen a los hombres mejores y más sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decían aquellas palabras escritas—Esto es más de cuanto había soñado mientras era una florecita del campo. ¡Cómo podía ocurrírseme que un día iba a llevar la alegría y el saber a los hombres! ¡Aún ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro Señor sabe que nada he hecho por mí mismo, nada más que lo que caía dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: “¡Se terminó la canción!”, me encuentro elevado a una condición mejor y más alta. Seguramente me enviarán ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo más probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los más bellos pensamientos. ¡Soy el más feliz del mundo!

Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho más placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible.

“Sí, esto es indudablemente lo más satisfactorio de todo —pensó el papel escrito—. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede

hacerse algo positivo. ¡Qué

contento estoy, y qué feliz me

siento!”.

Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.

—Cumplida la misión, conviene descansar —dijo el papel—. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mí. “Conócete a ti mismo”, ahí está el progreso. ¿Qué vendrá después? De seguro que algún adelanto; ¡siempre adelante!

Un día echaron todo el papel a la chimenea, pues

iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azúcar. Habían acudido los chiquillos de la casa y formaban círculo; querían verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecían correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez -son los niños que salen de la escuela, y la última chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrás.

Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ¡Qué modo de echar llamas! “¡Uf!”, dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho más de lo que hiciera jamás la florecita azul del lino, y brilló mucho más también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantáneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.

—¡Ahora subo en línea recta hacia el Sol! —exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unísono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. Más sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minúsculos, iguales en número a las flores que había dado el lino. Eran más ligeros aún que la llama que habían producido, y cuando esta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavía un ratito, y allí donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niños salían de la escuela, y el maestro, el último de todos. Daba gozo verlo; los niños de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas:

Ronca que ronca, carraca,

ronca con tesón.

¡Se terminó la canción!

Pero los minúsculos seres invisibles decían a coro:

—¡La canción no ha terminado, y esto es lo más hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el más feliz del mundo.

Mas esto los niños no pueden oírlo ni entenderlo, ni tienen por qué entenderlo, pues los niños no necesitan saberlo todo.

A no ofenderse, peques, que así se pensaba en el siglo XIX. Las cosas han cambiado, ¿verdad?

Marita von Saltzen