Autarquía Número siete | Page 9

logar, de fluir en nuestros pensamientos, uno tras otro, apa- recen y se concatenan sin importar el tiempo despistado que transita entre nosotros. Mi mamá siempre ha tenido a la palabra como estandarte, ella es traductora. Interpreta el sentido y la forma de una lengua a otra, infiere significados ajenos y los deposita en nuevos contenedores lingüísticos que adquieren vida propia para el lector, el otro extraño. Mi papá es dibujante y fotógrafo, tiene un ojo afinado de artis- ta, delinea con precisión los minuciosos detalles de los ob- jetos para formar el contorno que pinta el sencillo lápiz en un papel. En ambos es notorio y recurrente el detenimiento en la palabra: mi mamá escucha, mi papá se entusiasma, mi mamá vive el silencio, mi papá detona el diálogo incesante, y ambos se esmeran en continuar, profundizar y saber. Somos lenguaje, repite Del Paso. Me ha quedado claro que en mi casa la pupila, la escritura y el detenimiento resiliente y constante en las personas y sus historias provienen de an- cestros cercanos. Mis abuelos fueron personas habituadas a usar las manos, labrar la tierra, dominar la herramienta y preparar el alimento. Ellos y ellas cultivaron la pasión por la laboriosidad y la sagacidad de la espera y la pausa. Fue es- pontáneo y constante su intento en vida por narrar historias. Mi abuelo contaba relatos del pasado, mi abuelo escuchaba el silencio en el futbol, mi abuela preguntaba y curioseaba la vida de sus otros, mi abuela prepara el alimento que nutre y congrega a la familia dispersa. Es cierto que desde chico me gustaba la soledad, pero tam- bién me entusiasmaba la compañía. Podía leer y leer, es- tudiar y estudiar o, simplemente, conversar y profundizar en las preguntas que no terminan por ser formuladas con la amplitud y precisión necesaria. Durante la preparatoria cuando descubrí que existía la literatura no lo podía creer, era algo fascinante: contar historias, usar la imaginación, leer, viajar a cualquier mundo posible y saborear las diver- sas conmociones de la vida con la libertad que la soledad acarrea. Nunca he sido bueno contando historias de viva voz; tampoco expresando mis emociones espontáneamen- te en público o con grupos. Necesito de la intimidad, de la tertulia personal para desplegarme o del aula abarrotada esperando a que diga algo. Siento muchas cosas que no sé cómo expresar, las pala- bras no me son suficientes; a veces soy tímido y en otras ocasiones me electrifico y catapulto mis efervescencias y y destellos anímicos hacia los otros. Soy como un peregri- no melancólico en busca de la profundidad de las frases y expresiones. Puede ser en el escrito, en la historia, en la conversación de café por la tarde o en la bohemia taberna durante la noche, pero, la verdad, es que siento que habi- tualmente me falta expresar algo, acomodar lo que pienso, deshacerme de los convencionalismos que me hacen titu- bear y expresar lo que está sucediendo en esa charla conti- nuada con los amores manifiestos y clandestinos con quie- nes uno va compartiendo la vida. Los amigos siempre han sido los maestros, los cómplices y audaces compañeros de las narraciones que nos vamos contando. La reunión, lo festivo, el encuentro estruendoso, fugaz o habitual, que será recordado en innumerables oca- siones, o como decía Octavio Paz en «la resurrección de las presencias», en la memoria. Aunque, al final de todo, después del filial y dionisíaco festejo, queda esa necesidad acuciante de hablar, de insistir en lo que necesita ser dicho y todavía es secreto. La escritura no tiene límites ni reglas, no tiene tiempos ni formas: uno simplemente desata lo que lo mueve y abre la llave para que fluyan las letras, como el agua en un riachuelo que apenas nace de la tierra. Mi estilo preferido es el ensayo porque es una prueba o un intento, siempre aproximado, nunca terminado, sin punto final. Escribir es como el teatro, pero sin libreto. Uno tie- ne la oportunidad de emerger en un personaje y sentirlo todo en un mismo momento, o de parpadear y aligerar la presencia solitaria, pero siempre con otros, improvisando y descubriendo lo que se quiere escribir en el recorrido mismo. Uno no sabe qué saldrá del escrito hasta que las frases se organizan y cobran vida propia. A veces hay escritos buenos; otros son malos. Luis Vicen- te comenta: «El trabajo (de escribir) es de domesticación con uno mismo, no del poema». En ocasiones, emergen escritos en segundos a partir de fisiones nucleares en el interior, pero ayuda la distancia, el reposo del texto, para darle forma y delinear con la delicada mirada del escritor melancólico un texto que diga algo, que comunique lo que necesita ser escrito y que insinúe la necesidad de intercam- biar las mociones atemperadas por la vida. Yo aprendí a escribir en la escuela. En realidad, casi todo lo que he escrito es académico, la ciencia capturó y mol- deó mi argumentación y mi estilo escriturístico. No fue sino hasta hace poco tiempo que aprendí a detenerme en el afecto y a darle forma intentando escapar de los rígidos formatos escolarizados que entumecen al espíritu. Durante estos años he empezado una enmienda que me liberalice de los estragos academicistas y aterricen esta necesidad de encontrar medios para transliterar el interior hacia al exte- rior próximo. Por eso, al final de cuentas, intento escribir no sólo en mis noches oscuras y ásperas, sino pruebo y me esmero por teclear con diligencia durante los serenos atardeceres que increpan a un caminante meditabundo. ▪ Mario Montemayor SJ Autarquía 9